La vergüenza

Conchi
Hay amigos inolvidables. Y generalmente lo son para vergüenza de los que los recordamos. Yo era vecina de Sultán, un perro poco original que no tenía pedigrí, pero que me lamía la mano cuando nos encontrábamos. Un día su dueño, que vive en el 3º A, lo abandonó de noche en una gasolinera. Él mismo me lo dijo cuando pregunté por Sultán una mañana. Lo que ocurrió después del abandono lo supe por casualidad, en casa de unos amigos. Sultán había intentado volver a la casa de su dueño, no podía concebir el abandono, pero le pilló un coche y acabó malherido en la cuneta. Fue allí donde lo encontraron mis amigos, que volvían de una fiesta. Ellos llevaron a Sultán al veterinario. Lo habían encontrado en el suelo medio muerto y sangrando por todos los lados, dando ladridos de dolor y queriéndose poner de pie para llegar a la casa de sus amos, los mismos que le habían abandonado en la gasolinera. El veterinario le trató las heridas tan profundas que tenía, pero Sultán se escapó y siguió su marcha hasta la casa de sus antiguos dueños. Caminó y caminó hasta llegar a su destino, desde Ocaña hasta Madrid. Una vez en nuestro portal, subió al tercero, y allí se pasó la noche arañando la puerta y ladrando para que le abrieran, pero sus dueños pasaron de él. A la mañana siguiente, al salir de casa, yo lo vi, estaba muerto. Sultán había muerto de pena y de hambre a la puerta de su amo. Pero allí estaba, sin embargo, fiel, para vergüenza de todos.

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