Laura y adredista 1
En las estribaciones de los Pirineos vivía en una casa solitaria María Luisa, una mujer sencilla, de avanzada edad, pero con una gran fortaleza. Al quedarse viuda decidió vivir apegada a la tierra en la que había nacido. Su casa era acogedora, con paredes de gruesa piedra que la protegían del frío en los largos inviernos y del calor en los cortos veranos. Aunque pobre y sencilla, la casa estaba siempre limpia. Había sido construida hacía mucho tiempo por sus propios padres, junto a un camino y cerca de una pequeña fuente que siempre manaba, incluso en los días de hielo y nieve.
Por el camino pasaba poca gente. Pero la poca que pasaba solía necesitar comer algo caliente, y descansar. Mª. Luisa sólo necesitaba ver la cara de cansancio de la persona que llegaba para abrir su puerta con confianza. Nunca se arrepintió de dar cobijo al que llegaba. Y brindarle un poco de su tiempo, charlando con él. María Luisa también necesitaba hablar, y con la conversación del caminante se consideraba suficientemente pagada.
Ayudó a muchos, algunos de ellos sólo cansados, otros heridos o accidentados.
Un día sus hijos se la llevaron a la gran ciudad. Allí se negaba a salir de casa. El miedo que nunca tuvo en la soledad de la sierra se apoderó de ella con el bullicio de la ciudad. El miedo y la ciudad la fueron matando poco a poco.
En su montaña, con el paso de los años, los caminantes olvidaron su nombre. Sólo algunos, al pasar junto a una casa semiderruida, contaban: "Aquí vivió una gran señora que atendía al caminante sin pedir nada a cambio, salvo unas palabras".
Habían olvidado su nombre, pero no su bondad.
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