Un monaguillo al amparo de San Pancracio

Isa
Trillo era un monaguillo un poco especial, o sea, que de monaguillo tenía poco. Como cualquier oficio, el hecho de ser monaguillo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por ejemplo, te acerca mucho a dios, pero tiene el inconveniente de acercarte también al cura. Pues bien, Trillo aprendió muy pronto a sacar provecho de los inconvenientes del oficio de monaguillo y pasaba muchas horas muy cerca del cura, aplazando para tiempos más ásperos, que él calculaba que le llegarían con el reuma, las ventajas del diálogo directo con dios.
Por ejemplo, alrededor de don Benito, que así se llamaba el párroco de la aldea, siempre había mujeres, circunstancia que Trillo aprovechaba para examinar lo que ocultaban sus faldas. El cura estaba un poco cabreado porque Trillo era un sinvergüenza que no respetaba ni a la virgen durante el rosario. Tenía ocho años, pero parecía mayor por los conocimientos que atesoraba en materia de mujeres. Sabía de memoria el color y las marcas de las bragas que usaban todas y cada una de las feligresas, lo que llevó a pensar a don Benito si no tendría más vocación de corsetero que de seminarista. Pero Trillo todavía se callaba más cosas que las que decía saber.
Lo peor de todo, sin embargo, era que don Benito sospechaba que su monaguillo robaba las propinas de la limosnera de San Pancracio. Y esto ya no podía tolerarlo. Mal estaba explorar las bragas a las feligresas, pero bien sabía él que dios perdona esos pecados mientras no se cometan tropelías como el uso de anticonceptivos o desviaciones parecidas. Lo que dios no puede perdonar es el latrocinio en la iglesia, al menos esos creía don Benito. Desde luego, él no estaba dispuesto a hacerlo, el expolio a costa de sus no muy abundantes ganancias.
Como todo buen ladrón, Trillo nunca reconocerá haber vaciado la limosnera del altar de San Pancracio, un santo muy atento a las necesidades de este mundo y por la misma razón relegado en la parroquia a un rincón alejado de difícil vigilancia, jurando por todos los santos y por todas las feligresas que él no era.
-Trillo, ven aquí: la limosnera de san Pancracio está otra vez vacía.
-Y cómo no va a estarlo, señor cura, si ayer la vació usted.
-Pero hoy ha venido doña Rosa a misa, que le es muy devota.
-También estaba Leonora, que ya se lo habrá bebido todo a estas alturas de mes y necesitará de existencias.
Como la vigilancia excesiva nunca fue buena para los negocios fáciles y san Pancracio se ha puesto casi imposible, Trillo ha tenido que diversificar sus fuentes de abastecimiento y ahora le robaba al señor Pascual, el pastor, cuando estaba en el campo con las ovejas, los huevos que le ponían las gallinas.
El señor Pascual, extrañado de que no hubiera huevos en los ponederos de su corral un día sí y otro también, comenzó a preocuparse. Trillo los vendía muy caros por los caseríos de la aldea asegurando que eran huevos de las gallinas de su madre y que sólo comían grano, y las ganancias se las pulía en regaliz y gominolas, y haciendo amigos. Algún día hubo que el señor Pascual tuvo que comprarle los huevos de sus propias gallinas porque no le quedaba ni uno en la despensa.
-¿Cuántas gallinas tiene tu madre? –le preguntó el señor Pascual al monaguillo un día.
-Cinco –contestó este en su inocencia.
-Tiene las mismas que yo y le ponen tanto que todavía puede vender alguno –se asombró el pastor.
-No muchos, no crea –añadió Trillo, intentando rebajar el grado de su osadía, al comprender que había hecho brotar la sospecha.
Pero al pastor le había parecido muy raro el negocio del rapaz y fue a hablar con el cura.
-También yo sospecho de este sinvergüenza –confesó don Benito-, creo que se pule las limosnas a san Pancracio.
-Podíamos ayudarnos para pillar al granuja –propuso el pastor, que sabe mucho de poner trampas a lobos.
-Es más listo que nosotros –afirmó el cura-. Nunca he conseguido pillarle con las manos en la limosnera.
-Deje de mi cuenta la iglesia y vigile usted mi corral, que allí no esperará encontrarle.
Y a partir de este momento el pastor se escondía todas las mañanas detrás de la pila bautismal, para no perder de vista la limosnera del santo del dinero, y don Benito se ocultaba en el pajar del pastor durante las tardes, hasta la hora del rosario, para vigilar el gallinero del señor Pascual, a la espera del ladrón.
Lo que ellos no imaginaban era que a Trillo, que sabe caminar sin hacer ruido y que, como se ha dicho, estaba siempre muy cerca del cura, también le había parecido sospechosa la visita del pastor a la iglesia y que había oído su conversación, decidiendo, después de no pocas cavilaciones sobre la manera de conservar sus ingresos, cursar algunas invitaciones.
Con mucho arte escribe un billete a doña Rosa, la devota de san Pancracio, en papel de la parroquia e imitando la letra del cura, donde se la cita con el santo en el pajar del pastor una tarde cualquiera, sin especificar, que ya se ha dicho que san Pancracio es un santo muy humilde. Y mediante otro billete de parecidas propiedades cita en la pila bautismal a la maestra, una chica joven que está un poco sola porque la dejó el novio y que usa gafas negras para ocultar las ojeras que dibuja su tristeza, con un san Jorge con buenas intenciones, de ahí el lugar de la cita, que habrá de librarla del dragón de su melancolía.
Lo que ocurrió en estas citas no se cuenta en esta historia pues perdería su carácter ejemplar.
Sí hace al caso reseñar, sin embargo, que todo volvió a la normalidad para el monaguillo Trillo. Desde el día en que coincidieron detrás de la pila bautismal el pastor y la maestra y en el pajar doña Rosa y el cura, la limosnera de san Pancracio nunca estuvo mejor surtida y menos vigilada, y el gallinero del pastor parecía un regocijo digno de verse. Tanta afición le cogió Trillo a san Pancracio y a las gallinas que el santo lo tiene ya bajo su amparo y el monaguillo ha hecho más dinero y amigos que nunca a partir de aquel día.

Escrito en Leganés, a 11 de abril de 2007

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