Mercedes
Corrían los años noventa, estaba comenzando la década. Una de aquellas noches, a mí me operaron del apéndice en el Hospital Clínico de Madrid. Cuando terminó la operación, me sacaron del quirófano y me llevaron una unidad de recuperación. Pero al día siguiente me trasladaron a planta, a una habitación que tenía seis camas. Había allí, ocupándolas, cinco mujeres: me cuesta llamarlas así, pues a mí las mujeres me merecen mucho respeto. Tenían aspecto de persona, pero el hecho es que eran los animales más salvajes que pueda haber en el mundo entero. Todos somos animales, pero aquellas personas solamente eran eso, animales, y la habitación parecía más bien un zoológico. Más en concretamente, la jaula de las víboras, eso me pareció. Casi todas las mujeres eran viejas y muy desagradables de trato. Al verme cruzar la puerta de la habitación, me miraron como si hubiera entrado un monstruo. La más vieja era la peor, aunque a todas veía echando por la boca espumarajos de veneno cada vez que se ponían a hablar. Cuando todas se fueron dando cuenta que yo era minusválida, la más bruja les decía a sus compañeras que para qué tenía qué vivir yo, que así como soy, para lo que servía era para estorbar en este mundo, comer y un poco más. Pensaban que era tonta, pues lo hablaban todo delante de mí. Y sin cortarse ni un pelo les decían a los médicos que me pusieran una inyección para matarme. Cuando iba mi hermana a verme, le decían a mi madre que cómo podía haber criado a una hija tan fea, siendo mi hermana tan hermosa como era. En mi vida me había sentido tan mal. Cuando la más vieja de aquellas mujeres me llamaba fea, yo me decía entre mí: "Pobre, cómo se nota que no te has mirado al espejo en mucho tiempo, más fea que tú ya no puede haber nadie".
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