Un pícaro por Santiago

Laura y adredista 6
En el año del Señor de mil novecientos ochenta y tantos, mientras viajaba por Galicia, llegué al cruce de dos carreteras donde había una desviación por obras. Ahora que estoy haciendo trabajo de memoria, veo claramente que esas obras debieron ser obras del Apóstol, y no unas meras obras de tráfico. Debido a eso, en lugar de –por ejemplo– llegar con tiempo para ver el famoso meneo del botafumeiro, ese camino de desviación, en mis recuerdos, hace que el Seat 127 blanco, se menée más de la cuenta, y muy pronto aterrice en Corcubión, viendo preocupada las fumarolas que salen del capó de mi automóvil. Me bajo a toda prisa para buscar un mecánico que sepa arreglar los coches y sepa cobrar, que viene siendo la mejor combinación para un mecánico: que sea que bajo el mismo techo de su casa vive él la feliz combinación de apreciar la tranquilidad de su conciencia, y no temer a su mujer; cuando en eso empieza a caer una llovizna de esas que pueden remediar cualquier calentamiento, que si se tiene en lo profundo del motor que la impulsa a una, no es tan fácil como desarropar un poco el asunto y dejar que el aire fresco haga volver a su cauce las temperaturas. Acusaba yo también el aturdimiento que produce el meneo de un camino lleno de curvas y quizá también por eso no recuerde la fisonomía del pueblo, aunque volví muchas veces, ni a qué horas regresé a la Coruña, donde vivía, frente al Sanatorio Modelo. En todo esto se ve algo así como la mano del Apóstol, porque de la nada, me parece que surgió, con su mismo transfigurado nombre, Jacobo; que se ocupó de señalarme las desviaciones y cauces sin retorno del camino, como para no perderme ninguno. Todavía puedo recordar que era incansable. Algo debe haber tenido de apóstol: como los guardianes de la devoción, ejercía su oficio también los fines de semana, que era cuando yo lo visitaba. Me sedujo, de seguro, su manera fácil de levantarme el capó del 127, y el de su inteligencia, pues de buenas a regulares me vi ayudándolo con su trabajo, al pendiente sólo de sus necesidades. A él nunca le fatigaban las curvas del camino, pues era yo quien conducía con frecuencia a Corcubión, donde Jacobo vivía y trabajaba. Del volante del Seat, daba yo un salto para ayudarle con su instrumental mecánico. Una mecánica delicada, que requería conocimientos especializados y años de estudio. Así lo consideraba yo, y por eso le ayudaba en las autopsias, que es la única rama de la medicina en la que el paciente no puede empeorar. Compartíamos su lecho, sobre el cual, sin consigna y en menos que se reza un jacoamén nos rendía el agotamiento y no despertábamos hasta el día siguiente. Digo jacoamén, porque este Jacobo, no debía de ser precisamente una encarnación transfigurada de su homónimo apóstol, ese sí, dueño y señor de las prisas santi-amenes que algún canon estarán ya reportando a su parroquia. No, este Jacobo no se parecía en nada a su tocayo apóstol, que de una Era de cristianas alianzas, vino a dar de soplatierra (como diciendo: de culo), a una de turbulencias y trasvases en plena era de Acuario. En ello no hay contradicción, pero este otro apóstol de la Nueva Era agarró las de Lázaro, no el de la resurrección, sino el de Tormes, que primero fue aguador, y sería por eso que me bautizó con el agua helada de su súbita partida e ingratitud, sin avisarme; y, después, también como Lázaro de Tormes, para sentar cabeza, asumió definitivamente sus aspiraciones de estabilidad social. Para hacerlo, este homónimo del apóstol asumió sus preferencias de género: algo que sentí que iba más en contra mía, que contra la inocente natura, que greenpeace la tenga en su eterno verdor. Como Lázaro de Tormes, discípulo involuntario del ciego que le abrió con violencia el entendimiento, éste, más moderno, también me forzó a mirar por otros rumbos. Entre otros, cambié el Seat por un novísimo Ford Fiesta y así dejaron de preocuparme los calentamientos del motor.
Cuando me amainó el peregrinaje de este Xacobeo, recobré la calma y la fortaleza de ánimo que me iban a ser tan necesarias cuando hubo de manifestárseme la enfermedad, que me asaltó con el sigilo igual de un Lázaro que asalta la alacena, después de no haber comido ni cenado, larguísimos días y noches.

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