Sentada del 4 de junio de 2009

SAPOS Y CULEBRAS
Auxibio
Cuando los sapos y las culebras se aparean en primavera, las mujeres paren. La estación primaveral se satura de flores y el deseo eclosiona. Rigoberta trajo a su memoria los recuerdos del río Duero. En sus aguas veía cohabitar a los batracios y a las culebras sacar su lengua bífida. El croar junto al río presagiaba la tormenta y los niños corrían a guarecerse.
Justo al nacer el río, su pequeño y gélido caudal se veía secuestrado por las ninfas y Rigoberta se sentía transportada por el frío. A lo lejos ya se sentían los relámpagos y truenos que anunciarían a los pastizales la inminencia de la lluvia. El cauce del río también se vería pletórico y sus rápidos cobrarían vida.
Rigoberta recogió unas flores para poner en su sombrero. El viento del poniente se las arrebató y volaron en un remolino tirado por Eolo. Su pulcritud se vio comprometida.
Los palacios herbóreos formaban con platitud cuatro guirnaldas de rosas que invitaban a los doce niños. La casa de Rigoberta era un palacio donde se trababan las parentelas en medio del yermo y donde las brujas aterrorizaban a los niños. Los frágiles nidos de los mirlos ya ofrecían poco refugio a sus moradores cuando el sol apareció de pronto. Los niños reanudaron sus juegos y el olor de la tierra mojada estimulaba sus sentidos. Llevaban dos pelotas que lanzaban interminablemente a los charcos.
A lo lejos vieron las luces de la casa que indicaban la llegada de la oscuridad y de la cena. Recogieron de prisa sus juguetes y acudieron al llamado de la madre. Al llegar a la casa en medio de la noche encontraron escenas de hacía setenta años que intentaban resurgir en sus recuerdos.









MINIATURAS 2
Iñaki



Estoy esperando que mi tejado
se llene de maullidos,
estoy esperando una sonrisa,
esperando, esperando,
algún día subirá la gata a mi tejado.

No soporto la hipocresía
ni soporto la gilipollez,
No soporto la falta de honradez,
a mí me gusta ser sincero.

¡Olvidarte de tu propio mundo!
Nunca serás mundo
si te olvidas de tu propio mundo,
si tu mundo
es el olvido de tu mundo.

Acostúmbrate a vivir
con la ventana abierta
y acostúmbrate a soñar
con su simple brisa
y acostúmbrate a sonreír,
pero acostúmbrate a cerrar
cuando viene la ventisca.

No se hacen milagros
con cuatro ruedas y un corazón,
no se pueden hacer milagros,
pero sí se puede hacer
que alguien te escuche,
habla con él
aunque te olvide,
aunque no te reconozca,
escúchale, tú
tienes moral,
tú tienes cariño
y un poco de...


LA GORDA QUE NUNCA DEJABA DE COMER
Conchi
–Hola, soy Rosa y estoy gorda.
–Hola, Rosa, te queremos. Estamos en tu misma situación.
–Yo antes era muy delgada y mi hermana Consuelo no dejaba de comer, pero de todo, bollos, dulces... se ponía unos platos de comida que no veas, hasta arriba, y yo la decía Joder, qué asco. Comer así te va a subir el azúcar. Te va a dar un infarto. Y ella seguía comiendo, y cuanto más se lo decía más comía. Le diagnosticaron diabetes de tipo 2 y tenía que inyectarse insulina tres veces al día, pero ella continuaba atiborrándose a comer, hasta que un día entró en coma y de ese coma no despertó nunca. Tenía dos hijos de 8 y 9 años y mi hermana Felisa y yo estábamos muy preocupadas por ellos, porque su padre había muerto cuatro años antes y ahora se quedaban huérfanos. Como le habíamos prometido a Consuelo que cuidaríamos de ellos, conseguimos la custodia y nos los llevamos a vivir con nosotras. Cuando venían por la tarde, eran la alegría de la casa, y por eso nos sentíamos muy felices. Pero a Felisa empezó a darle envidia de cómo comían los niños y no engordaban, porque hacían deporte. Ella se propuso hacer ejercicio, pero ya con los kilos que había cogido era imposible porque la pesaban mucho las piernas y el culo. Cada vez que intentaba coger un balón se sofocaba y tenía que parar, así que aprovechaba la pausa para comerse una bolsa bien grande de patatas fritas. Mientras veía las telenovelas no dejaba de comer cacahuetes y pistachos. Cuando se despertaba a las 4 de la mañana por una pesadilla iba a la nevera y se ponía a comer chorizo y jamón. Cada mañana, nada más levantarse se pesaba en la báscula y veía que cada vez estaba más gorda y más desesperada y se tiraba de los pelos y se empezaba a angustiar y, como lo único que le quitaba la angustia era el chocolate con porras, desayunaba 8 o 9 porras mojadas en chocolate bien espeso. Tenía mucha ilusión por la ropa de Pimkie pero ya no le entraba por mucho esfuerzo que hiciese, y le daba una vergüenza irse a las tallas grandes, porque ni siquiera le valía la ropa de premamá. Ahora sólo podía comprar en las tallas especiales de C&A. Un día se mareó, le entraron ganas de devolver y se cayó al suelo. Mis sobrinos la encontraron tirada lo larga que era en el baño y llamaron al 112 y se la llevaron al hospital Gregorio Marañón. Allí descubrieron que su corazón iba muy deprisa y le dijeron: “O adelgazas o la palmas” y ella no hizo ni caso y siguió comiendo. Los médicos le quitaban todo lo que engordaba y ella no abría la boca, pero la comida de régimen no le gustaba y me pedía a mí que la llevase provisiones. Yo no quería porque los médicos me habían dicho: “O su hermana adelgaza o le da un arrechucho”, y pensé: “No le traigo comida”, pero a todos los familiares de los otros pacientes que veía les daba dinero para que fuesen a comprarle cosas para comer. De todas formas ella decía: “Si me muero hoy será mi día, no me importa”, y yo le decía: “¿No ves que los niños te van a echar de menos?”, y ella: “Pues ya tienen quien les cuide: tú, Rosa”, y yo le decía: “Pues sí que me ha caído buena: tú, que no te quieres recuperar, y yo no puedo estar todos los días haciéndote estos mimos, porque también tengo que cuidar a los niños y hacer las cosas de la casa”. Y pagamos a una persona para que le hiciese compañía hasta que se pusiera buena o dejara de comer lo que no debía, pero eso era imposible porque no tenía fuerza de voluntad y cada vez comía más y más, hasta que ya estaba tan gorda que rompía las camillas y las camas y se cayó al suelo y le reventó el corazón. A mí me entró tanta ansiedad por haber perdido a mi hermana y tener que ocuparme de mis sobrinos que empecé a comer compulsivamente, pero me di cuenta de que al final eso no era bueno, porque acabaría como mis hermanas. Una vecina me recomendó que fuese a Naturhouse y allí me hicieron un estudio para ver lo que era más adecuado para mí y me dijeron: “Mira, tienes que comer de todo, fruta, verdura, una dieta equilibrada”, y cuando me midieron y me pesaron, dijo el médico: “Usted es muy guapa, estaría más ágil si adelgazara”, y lógicamente estuve una temporada adelgazando porque se me metió en la cabeza, pero me entró una depresión y empecé otra vez con la ansiedad. Volví a las andadas, pero mis sobrinos me convencieron de venir a Gordos Anónimos, a ver si solucionaba mi problema de una vez por todas, y por eso estoy aquí.



UN DÍA CUALQUIERA
Esteban
Era lunes, y a pesar de lo temprano de la hora, ya hacía un calor de rigor en la gran ciudad. Alberto, un ejecutivo como tantos, había tenido el día anterior un contratiempo de avería en su automóvil, el cual tuvo que dejar en el garaje, para su reparación. Ello le producía un gran contratiempo, pues debía ahora cruzar la ciudad para asistir a su trabajo.
Se acercó al ventanal de su casa, y pensativo, con su mirada perdida hacia la calle, recordó que cruzando el famoso Barrio del Carmen, sus oficinas le quedaban casi enfrente. El Barrio del Carmen, famoso por su conflictividad, venta y distribución de droga, mafias rusas, trata de blancas y prostitución. No obstante, eran las siete de la mañana y Alberto pensó que a esa hora no tendría problema ninguno para cruzar el barrio, y cerrando con llave se puso en camino hacia las oficinas.
El Barrio del Carmen, a esa hora, era un lugar increíblemente diferente, el silencio se podía cortar. Las calles totalmente desiertas dejaban ver lo inequívoco de la noche anterior: jeringuillas usadas, botellas de cerveza, cartones de vino y alguno que otro indigente tendido en la calle, arropado por cartones.
Alberto seguía calle abajo no sin la preocupación, nerviosismo y temor que le infundía el barrio, cuando de pronto, adivinó dos figuras femeninas. Se detuvo un momento para encender un cigarrillo, y sintió que una mano le tocaba el hombro. Alberto, sobresaltado, giró sobre sí mismo; frente a él había dos hombres de apariencia seria, mostrándole una placa. Eran policías. Buenos días; Alberto contestó: buenos días.
Uno de los policías le pidió la documentación y Alberto, aunque nervioso, se la mostró. A los policías les pareció extraño y sospechoso que, a esa hora, un hombre del talante de Alberto circulara por aquellas callejuelas. Él les explicó a los policías que los motivos por los que se había visto obligado a cruzar por el barrio se debían a la avería de su coche. Los policías le devolvieron la documentación, no sin antes prevenirle del cuidado que debía tener al deambular por aquellas calles. Siguió su camino y perdió de vista los policías.
Aquellas figuras femeninas que divisó en el horizonte ya estaban casi a su altura. Él se dio perfecta cuenta que se trataba de dos jovencitas, que no tendrían más de diecisiete años. Una de ellas llevaba un vestido blanco y, de su brazo izquierdo –a la altura de la vena– no dejaba de manar sangre. Entrecortada la voz por el llanto, le decía a su amiga: me he echado el pico fuera, y era el último que nos quedaba. Su amiga le contestó: no te preocupes, a mí me queda algo de dinero y con un cliente o dos que me haga, tendremos el problema resuelto. Esa fue la conversación que Alberto pudo oír de las chicas. Pensó: que suerte que tengo una mujer maravillosa y una hija que jamás pasará por la desgracia que están pasando estas dos criaturas que acabo de ver.
Al recorrer unos treinta metros más de la calle, se encontró con un edificio en ruinas, lleno de cascotes cubiertos por un plástico negro. Bajo aquel plástico se veían unos zapatos de mujer. Esos zapatos le eran familiares a Alberto; tanto, que se acercó al plástico y la sorpresa fue importante dado que los zapatos contenían unos pies. Alarmado por aquella visión, se dirigió donde supuso que se encontraba la cabeza de aquel cuerpo. Apartó el plástico y lo que vio le pareció imposible: era el rostro de una chica de unos dieciocho años, muerta, con una jeringuilla clavada en el brazo. Alberto, mirando al cielo, lanzó un grito de dolor y angustia. Quien yacía en aquellos escombros, cubierta por el mugriento plástico, era Laura, su hija, muerta por sobredosis.
El llanto y la desesperación hicieron que Alberto, gritando con voz rota y pidiendo ayuda, se dirigiera a la calle donde, minutos antes de descubrir semejante hallazgo macabro, le habían pedido su documentación. Efectivamente, allí estaban los dos policías junto a las adolescentes que había visto unos minutos antes. Alberto no podía creer lo que sus ojos estaban viendo: uno de los policías manoseaba los pechos turgentes de una de las menores; y el otro, a su compañera, le estaba vendiendo una especie de papelina que contenía heroína y cocaína. Alberto arremetió contra ellos, y uno de ellos, sacando su arma reglamentaria lo abatió a tiros.

Fin

Pd. Al día siguiente, todas las cadenas de radio y canales de televisión, periódicos y revistas, publicaban el siguiente texto:

PROXENETA ABATIDO A TIROS POR DOS MIEMBROS DE LOS CUERPOS DE SEGURIDAD DEL ESTADO.

No hay comentarios: