Los cuidados del cuidador

Laura
A medida que voy perdiendo la vista se va potenciando mi oído un montón, tanto que ya no necesito despertador. Por la mañana temprano me despierto según van llegando los cuidadores.
Hace algún tiempo, a esas horas me acompañaban dos miedos que ya estoy superando. Uno se llama agua hirviendo, pues tengo un culete muy sensible por estar sentada todo el día en la silla; el otro, la grúa.
Cuando oigo a los cuidadores repartirse el trabajo, deseo que me toque Isabel. Para mí todos los cuidadores son agradables; pero Isabel tiene un trato especial conmigo. Siempre me pregunta cómo he pasado la noche, si tengo dolores o no. Ella me cuenta que hace un día precioso y ese título se lo pone a todos los días del año. Nada más darme los buenos días, observa mi situación con delicadeza. A veces, según me cambia de posición, me salen pedorretas, y algunas otras, algo más que pedorretas. Ella comprende que, por la enfermedad, no puedo controlar mis intestinos. Nunca se enfada. Yo siento vergüenza y pienso que Isabel tiene un trabajo desagradable. Sé que con este trabajo se gana la vida, y también sé que sale de lo más profundo de su corazón el dejarme limpia. Me lavan en la cama, usan mis barreños personales y me van pasando suaves esponjas que compro con la ayuda de mi amiga Laura.
Una vez aseada me sujetan con anclajes a mi segundo miedo superado, la grúa. La grúa es grande y suena porque tiene ruedas y muelles. Ya no la temo tanto como la primera vez, ahora es mi amiga; a pesar de ello me agarro fuertemente a sus laterales para no caerme. El miedo a la grúa es menor que el miedo a que alguno de mis cuidadores se chafe sus riñones al cargar conmigo. Siempre les pido que la usen para pasarme de la cama a mi silla de ruedas.
Isabel sólo existe en mi recuerdo, pues hace mucho que no la veo, debe de estar en algún otro centro, cumpliendo honestamente con su trabajo.
La realidad no siempre ha sido así. Antes que Isabel, venía una cuidadora que yo llamaba –para mí sola y en el pensamiento–, la "bruja del agua fría". Era muy desagradable. Para aprovechar más el agua nunca esperaba a que saliera caliente. Justificaba su prisa diciendo que no se podía desperdiciar ni una gota porque había escasez. Quizá tuviera razón; pero se veía que apreciaba más a las cosas que a las personas. Afortunadamente pasó al campo del olvido. Ni recuerdo su nombre, sólo la recuerdo –para mí sola y en el pensamiento– como "la bruja del agua fría".
En general, pienso que los cuidadores tienen que ser respetados y cuidados, para que a ellos les sea más fácil respetarnos y cuidarnos. Yo lo hago con todos y no me cuesta, pues me sale automáticamente cuidar a mis cuidadores. Y eso que hablo poco con ellos; nunca tengo conversaciones personales con ninguno. Que hagan bien su trabajo, eso me basta.
A mí no me conoce nadie.

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