Un día cualquiera

Esteban
Era lunes, y a pesar de lo temprano de la hora, ya hacía un calor de rigor en la gran ciudad. Alberto, un ejecutivo como tantos, había tenido el día anterior un contratiempo de avería en su automóvil, el cual tuvo que dejar en el garaje, para su reparación. Ello le producía un gran contratiempo, pues debía ahora cruzar la ciudad para asistir a su trabajo.
Se acercó al ventanal de su casa, y pensativo, con su mirada perdida hacia la calle, recordó que cruzando el famoso Barrio del Carmen, sus oficinas le quedaban casi enfrente. El Barrio del Carmen, famoso por su conflictividad, venta y distribución de droga, mafias rusas, trata de blancas y prostitución. No obstante, eran las siete de la mañana y Alberto pensó que a esa hora no tendría problema ninguno para cruzar el barrio, y cerrando con llave se puso en camino hacia las oficinas.
El Barrio del Carmen, a esa hora, era un lugar increíblemente diferente, el silencio se podía cortar. Las calles totalmente desiertas dejaban ver lo inequívoco de la noche anterior: jeringuillas usadas, botellas de cerveza, cartones de vino y alguno que otro indigente tendido en la calle, arropado por cartones.
Alberto seguía calle abajo, no sin la preocupación, nerviosismo y temor que le infundía el barrio, cuando de pronto adivinó dos figuras femeninas. Se detuvo un momento para encender un cigarrillo, y sintió que una mano le tocaba el hombro. Alberto, sobresaltado, giró sobre sí mismo; frente a él había dos hombres de apariencia seria, mostrándole una placa. Eran policías. Buenos días; Alberto contestó: buenos días.
Uno de los policías le pidió la documentación y Alberto, aunque nervioso, se la mostró. A los policías les pareció extraño y sospechoso que, a esa hora, un hombre del talante de Alberto circulara por aquellas callejuelas. Él les explicó a los policías que los motivos por los que se había visto obligado a cruzar por el barrio se debían a la avería de su coche. Los policías le devolvieron la documentación, no sin antes prevenirle del cuidado que debía tener al deambular por aquellas calles. Siguió su camino y perdió de vista a los policías.
Aquellas figuras femeninas que divisó en el horizonte ya estaban casi a su altura. Él se dio perfecta cuenta de que se trataba de dos jovencitas, que no tendrían más de diecisiete años. Una de ellas llevaba un vestido blanco y de su brazo izquierdo –a la altura de la vena– no dejaba de manar sangre. Entrecortada la voz por el llanto, le decía a su amiga: Me he echado el pico fuera, y era el último que nos quedaba. Su amiga le contestó: No te preocupes, a mí me queda algo de dinero y con un cliente o dos que me haga, tendremos el problema resuelto. Esa fue la conversación que Alberto pudo oír de las chicas. Pensó: Qué suerte que tengo una mujer maravillosa y una hija que jamás pasará por la desgracia que están pasando estas dos criaturas que acabo de ver.
Al recorrer unos treinta metros más de la calle, se encontró con un edificio en ruinas, lleno de cascotes cubiertos por un plástico negro. Bajo aquel plástico se veían unos zapatos de mujer. Esos zapatos le eran familiares a Alberto; tanto, que se acercó al plástico y la sorpresa fue importante dado que los zapatos contenían unos pies. Alarmado por aquella visión, se dirigió donde supuso que se encontraba la cabeza de aquel cuerpo. Apartó el plástico y lo que vio le pareció imposible: era el rostro de una chica de unos dieciocho años, muerta, con una jeringuilla clavada en el brazo. Alberto, mirando al cielo, lanzó un grito de dolor y angustia. Quien yacía en aquellos escombros, cubierta por el mugriento plástico, era Laura, su hija, muerta por sobredosis.
El llanto y la desesperación hicieron que Alberto, gritando con voz rota y pidiendo ayuda, se dirigiera a la calle donde, minutos antes de descubrir semejante hallazgo macabro, le habían pedido su documentación. Efectivamente, allí estaban los dos policías junto a las adolescentes que había visto unos minutos antes. Alberto no podía creer lo que sus ojos estaban viendo: uno de los policías manoseaba los pechos turgentes de una de las menores; y el otro, a su compañera, le estaba vendiendo una especie de papelina que contenía heroína y cocaína. Alberto arremetió contra ellos, y uno de ellos, sacando su arma reglamentaria lo abatió a tiros.
Fin

Pd: Al día siguiente, todas las cadenas de radio y canales de televisión, periódicos y revistas, publicaban el siguiente texto:

Proxeneta abatido a tiros por dos miembros de los cuerpos de seguridad del estado.

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