Sentada del 11 de junio de 2009

UN DÍA CUALQUIERA
Esteban
Era lunes, y a pesar de lo temprano de la hora, ya hacía un calor de rigor en la gran ciudad. Alberto, un ejecutivo como tantos, había tenido el día anterior un contratiempo de avería en su automóvil, el cual tuvo que dejar en el garaje, para su reparación. Ello le producía un gran contratiempo, pues debía ahora cruzar la ciudad para asistir a su trabajo.
Se acercó al ventanal de su casa, y pensativo, con su mirada perdida hacia la calle, recordó que cruzando el famoso Barrio del Carmen, sus oficinas le quedaban casi enfrente. El Barrio del Carmen, famoso por su conflictividad, venta y distribución de droga, mafias rusas, trata de blancas y prostitución. No obstante, eran las siete de la mañana y Alberto pensó que a esa hora no tendría problema ninguno para cruzar el barrio, y cerrando con llave se puso en camino hacia las oficinas.
El Barrio del Carmen, a esa hora, era un lugar increíblemente diferente, el silencio se podía cortar. Las calles totalmente desiertas dejaban ver lo inequívoco de la noche anterior: jeringuillas usadas, botellas de cerveza, cartones de vino y alguno que otro indigente tendido en la calle, arropado por cartones.
Alberto seguía calle abajo, no sin la preocupación, nerviosismo y temor que le infundía el barrio, cuando de pronto adivinó dos figuras femeninas. Se detuvo un momento para encender un cigarrillo, y sintió que una mano le tocaba el hombro. Alberto, sobresaltado, giró sobre sí mismo; frente a él había dos hombres de apariencia seria, mostrándole una placa. Eran policías. Buenos días; Alberto contestó: buenos días.
Uno de los policías le pidió la documentación y Alberto, aunque nervioso, se la mostró. A los policías les pareció extraño y sospechoso que, a esa hora, un hombre del talante de Alberto circulara por aquellas callejuelas. Él les explicó a los policías que los motivos por los que se había visto obligado a cruzar por el barrio se debían a la avería de su coche. Los policías le devolvieron la documentación, no sin antes prevenirle del cuidado que debía tener al deambular por aquellas calles. Siguió su camino y perdió de vista a los policías.
Aquellas figuras femeninas que divisó en el horizonte ya estaban casi a su altura. Él se dio perfecta cuenta de que se trataba de dos jovencitas, que no tendrían más de diecisiete años. Una de ellas llevaba un vestido blanco y de su brazo izquierdo –a la altura de la vena– no dejaba de manar sangre. Entrecortada la voz por el llanto, le decía a su amiga: Me he echado el pico fuera, y era el último que nos quedaba. Su amiga le contestó: No te preocupes, a mí me queda algo de dinero y con un cliente o dos que me haga, tendremos el problema resuelto. Esa fue la conversación que Alberto pudo oír de las chicas. Pensó: Qué suerte que tengo una mujer maravillosa y una hija que jamás pasará por la desgracia que están pasando estas dos criaturas que acabo de ver.
Al recorrer unos treinta metros más de la calle, se encontró con un edificio en ruinas, lleno de cascotes cubiertos por un plástico negro. Bajo aquel plástico se veían unos zapatos de mujer. Esos zapatos le eran familiares a Alberto; tanto, que se acercó al plástico y la sorpresa fue importante dado que los zapatos contenían unos pies. Alarmado por aquella visión, se dirigió donde supuso que se encontraba la cabeza de aquel cuerpo. Apartó el plástico y lo que vio le pareció imposible: era el rostro de una chica de unos dieciocho años, muerta, con una jeringuilla clavada en el brazo. Alberto, mirando al cielo, lanzó un grito de dolor y angustia. Quien yacía en aquellos escombros, cubierta por el mugriento plástico, era Laura, su hija, muerta por sobredosis.
El llanto y la desesperación hicieron que Alberto, gritando con voz rota y pidiendo ayuda, se dirigiera a la calle donde, minutos antes de descubrir semejante hallazgo macabro, le habían pedido su documentación. Efectivamente, allí estaban los dos policías junto a las adolescentes que había visto unos minutos antes. Alberto no podía creer lo que sus ojos estaban viendo: uno de los policías manoseaba los pechos turgentes de una de las menores; y el otro, a su compañera, le estaba vendiendo una especie de papelina que contenía heroína y cocaína. Alberto arremetió contra ellos, y uno de ellos, sacando su arma reglamentaria lo abatió a tiros.
Fin

Pd: Al día siguiente, todas las cadenas de radio y canales de televisión, periódicos y revistas, publicaban el siguiente texto:

Proxeneta abatido a tiros por dos miembros de los cuerpos de seguridad del estado.


LOS CUIDADOS DEL CUIDADOR
Laura
A medida que voy perdiendo la vista se va potenciando mi oído un montón, tanto que ya no necesito despertador. Por la mañana temprano me despierto según van llegando los cuidadores.
Hace algún tiempo, a esas horas me acompañaban dos miedos que ya estoy superando. Uno se llama agua hirviendo, pues tengo un culete muy sensible por estar sentada todo el día en la silla; el otro, la grúa.
Cuando oigo a los cuidadores repartirse el trabajo, deseo que me toque Isabel. Para mí todos los cuidadores son agradables; pero Isabel tiene un trato especial conmigo. Siempre me pregunta cómo he pasado la noche, si tengo dolores o no. Ella me cuenta que hace un día precioso y ese título se lo pone a todos los días del año. Nada más darme los buenos días, observa mi situación con delicadeza. A veces, según me cambia de posición, me salen pedorretas, y algunas otras, algo más que pedorretas. Ella comprende que, por la enfermedad, no puedo controlar mis intestinos. Nunca se enfada. Yo siento vergüenza y pienso que Isabel tiene un trabajo desagradable. Sé que con este trabajo se gana la vida, y también sé que sale de lo más profundo de su corazón el dejarme limpia. Me lavan en la cama, usan mis barreños personales y me van pasando suaves esponjas que compro con la ayuda de mi amiga Laura.
Una vez aseada me sujetan con anclajes a mi segundo miedo superado, la grúa. La grúa es grande y suena porque tiene ruedas y muelles. Ya no la temo tanto como la primera vez, ahora es mi amiga; a pesar de ello me agarro fuertemente a sus laterales para no caerme. El miedo a la grúa es menor que el miedo a que alguno de mis cuidadores se chafe sus riñones al cargar conmigo. Siempre les pido que la usen para pasarme de la cama a mi silla de ruedas.
Isabel sólo existe en mi recuerdo, pues hace mucho que no la veo, debe de estar en algún otro centro, cumpliendo honestamente con su trabajo.
La realidad no siempre ha sido así. Antes que Isabel, venía una cuidadora que yo llamaba –para mí sola y en el pensamiento–, la "bruja del agua fría". Era muy desagradable. Para aprovechar más el agua nunca esperaba a que saliera caliente. Justificaba su prisa diciendo que no se podía desperdiciar ni una gota porque había escasez. Quizá tuviera razón; pero se veía que apreciaba más a las cosas que a las personas. Afortunadamente pasó al campo del olvido. Ni recuerdo su nombre, sólo la recuerdo –para mí sola y en el pensamiento– como "la bruja del agua fría".
En general, pienso que los cuidadores tienen que ser respetados y cuidados, para que a ellos les sea más fácil respetarnos y cuidarnos. Yo lo hago con todos y no me cuesta, pues me sale automáticamente cuidar a mis cuidadores. Y eso que hablo poco con ellos; nunca tengo conversaciones personales con ninguno. Que hagan bien su trabajo, eso me basta.
A mí no me conoce nadie.

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