El viaje

Carmen
¿Quién no ha soñado con liberar a Cristo de la cruz? Pero yo tuve que soñar también con la cinta transportadora que nos acercaría a mis amigos y a mí hasta el madero. Soy coja desde mucho antes de que existieran las cintas transportadoras y por eso que, cuando vi la primera en el aeropuerto de Barajas, estaba segura de que al final me esperaba la cruz.
Pero, para viaje, el que me dieron los de mi grupo de voluntarios un día que, después de hacerme subir un montón de escaleras medio en volandas, era para ver una imagen vieja, retaca, fea, con unas palomas alrededor, y negra que no sé por qué la llamarán la moreneta, en vez de llamarla la senegalesa, por ejemplo, como a ese africano que han disecado en un museo no muy lejos de allí. A esta negra la cantaba incluso una escolanía. Fue el mismo día en que una de las voluntarias perdía a la mami y al hermano en un accidente de coche.
Más alucinante fue todavía el viaje a un museo lleno de cunitas que eran cisnes con la cabeza de la mujer del artista que había hecho aquello, una mujer que le era infiel o, por lo menos, que se lo hacía con todo cristo, consentida o no. El piso superior, y después de subir con mi silla por una escalera de caracol de madera sin barandillas, con gran riesgo para nuestros porteadores, estaba todo lleno de lavabos en el techo –parecían los lavabos del trapecista– y de cristales con reflejos verdosos.
Para cuelgue, no sé ya cuándo, cuando pasamos por un sitio lleno como de bancales por donde pasaba el agua formando grandes cuadrados, a lo que llamaban Nueva Venecia. Y me metieron en una especie de barco muy estrecho –hasta tuvieron que hacer una prueba por si no pasaba mi gorda culera, pero pasó– y dentro del barco había algunos peces exóticos en cajas de cristal, hasta tiburones.

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