
Se armó una bronca guapa, los chicos estábamos encantados. Pero terminamos haciéndonos todos amigos de la cabra y pudimos comprobar que era joven, o sea, que era un cabrito inofensivo.
Llegamos a nuestro destino y, desde la estación, nos fuimos directos a las dehesas, que era primavera y estaban muy bonitas, con los muchos arbustos en flor y las praderas verdes, para corretear por allí.
El animalito del tren, como le habíamos tratado muy bien, se unió a nosotros en la excursión. Pero al llegar a la dehesa apareció la madre del choto y nos puso en fuga a toda la familia. Venía con muy malas intenciones. Todos corrimos dando gritos, como poseídos por el demonio, como si hubiésemos visto al mismísimo Satanás.
Habíamos abandonado la merienda, y la que se puso las botas fue la cabra, se lo comió todo, el pan y la tortilla. No habíamos quedado sin comer por culpa de una cabra.
(Aquí terminó el autor su crónica y entonces la cabra habló: “Cabrones, los que tenéis para el taxi y los que andáis en metro: No se alegoriza el suceder natural —¡eso siguen haciéndolo sólo los decoradores!—, sino que se siente la comunidad esencial entre la vida humana y la terrestre: se ve a la tierra como hembra y a la hembra como perteneciente a la tierra.” Citaba con naturalidad la Fenomenología de la Religión de G. van der Leeuw. Y lo que no contó el cronista fue que su futura suegra perdió el conocimiento cuando la cabra remató:–Si tenéis paciencia, ordeñaréis mis tetas y tendréis del mejor queso que jamás se haya comido en un tren de la RENFE; de otro modo, probaréis no más que del rigor del chorizo ibérico.)
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