La hija del maestro

Carmen
Siempre seré la hija del maestro, hasta que me muera. Era muy emocionante ser la hija del maestro por los días del racionamiento, que la miseria se había adueñado del pueblo donde yo nací, Quintana Redonda, y allí mi padre hacía de todo, de maestro, de boticario, de practicante y hasta de colmenero.
Don José, el médico del pueblo, había avisado a algunas vecinas para que le ayudasen con el agua, los trapos y todas esas cosas. Iban a asistir a un parto que no se presentaba nada fácil.
Todos llegaron muy de prisa y entraron en un portal y en una habitación muy humildes, guiados por el marido de la Balbina. Aunque las comadres conocían la casa y se hicieron con la cocina y con los cacharros sin muchos miramientos.
El medico reconocía a la Balbina, acostada en su cama y tapada por unas mantas con más agujeros que lana. Aquello no le gustaba nada y salió a las calle en busca de más ayuda.
–Wenceslao, –gritó a un niño que pasaba, de la escuela– corre y avisa al maestro, que se acerque hasta aquí, al camino de la estación, que está la Balbina de parto, dile que venga deprisa y que traiga todo lo que tenga en el botiquín, todo.
Recuerdo a mi padre recibiendo el recado y saliendo muy preocupado con su maletín de practicante.
–Si no tengo nada –le había dicho a mi madre, al salir.
Cuando llegó mi padre, la Balbina había parido, pero todo se había complicado.
–¡Ay, don Lupi! No sé qué hacer –le informó don José–, la recién nacida no para de llorar y la madre está casi en las últimas.
–En el botiquín apenas tengo nada, sólo me queda una inyección de morfina –contestó mi padre.
No se decidían.
–Probemos con la morfina para la madre.
A la parturiente le sentó muy bien la dosis.
Al fin, la madre resistió y sobrevivió, pero la recién nacida no superó la crisis y murió en apenas unos minutos.
Cuántas veces no le habré oído repetir a mi padre la misma frase que dijo a mi madre en el momento de llegar a casa:
–Salvé a la madre, pero maté a la hija.

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