La recogida de la aceituna

Victor y adredista 0
Para recoger la aceituna no me sirve la silla eléctrica. Con ella no puedo subir al tractor, que es lo que más me gusta de toda la tarea. En el tractor, mi hermano lleva y trae a toda la cuadrilla. Y allí me meto yo, entre todos. Las tías, cuando van juntas, son muy deslenguadas. A mí, me fríen.
–Jose, ¿cómo te gustan las tías, rubias o tetonas?
–Desnudas, por lo general –contesto yo, pero no me dejan en paz.
–¿Con piercings o con tatuajes?
–Con ganas –se me ocurre decir, que ya no sé qué contestar, y hago reír a todo el tractor.
Hasta mi hermano me ha oído y, del ataque de risa, por poco no se va el tractor a la cuneta. Menos mal que ya estamos llegando.
La cuadrilla se pone a trabajar. Los hatos se dividen y los hombres comienzan el corte sacudiendo y vareando. Las mujeres barren las que cayeron y yo las ayudo como puedo. El ruido es infernal y poco hago, pero disfruto del frío y del campo y de la compañía como nunca.
El Guadalquivir corre bravo, apenas a un kilómetro ladera abajo, repitiendo una y mil veces su camino de plata y sueños. A nuestra espalda, de las torres de la catedral de Úbeda nos llega al olivar, por encima de las máquinas que braman, el sonido de sus campanas. El sol comienza a templar la mañana y anima a los verderones y a los pardales. La cuadrilla avanza y mi silla de ruedas con ellos, rodando sobre la tierra dura a pesar de las irregularidades, que los cojos tenemos que adaptarnos a todas las rampas de la vida.
Oí muchas conversaciones hasta la hora de la comida. Escuchaba sobre todo en el hato de las mujeres, que hablan de todo mientras trabajan, sin levantar la cabeza, lo mismo de hijos que de padres, de médicos que de guardias civiles o de curas, y lo mismo de cine que de precios. La mujeres son muy divertidas en la aceituna. Cuando se juntan dos hombres hablan del trabajo, cuando se juntan tres, de lo que hablan es de mujeres. Pero si son cuatro o más, de lo único que hablan es de fútbol.
Llegó la hora de la comida y me junté a Rocío, una chiquita tímida, una rubia que se escondía del bullicio, pero con un culo que no podía disimular. La madre de Rocío no se fiaba de mí.
–Jose, como le toques el culo a mi hija, te caso con ella.
–No caerá esa breva –contesté yo, y Rocío se puso colorada.
Rocío me sirvió el plato de alubias y me daba pan o vino cuando yo se lo pedía. Rocío siempre estuvo pendiente de mí y yo no perdía detalle de su cuerpo joven. Me tenía subsumido y no escuchaba la bronca que se había montado en la cuadrilla, pues las mujeres y hombres se habían juntado otra vez. Los hombre defendían la caza, habían oído cantar a unas perdices hacia el río y la energía salvaje de su canto los había excitado. Ya pedían la escopeta. Pero las mujeres no pensaban lo mismo.
–La caza es un capricho de los señoritos –decían.
–La caza es el mejor regulador de la diversidad –se defendía mi hermano, citando a Félix Rodríguez de la Fuente.
–Sí, regula los ministros y los jueces que cazan cada fin de semana, no te digo –insistían ellas.
Yo miraba a Rocío, que no decía nada. A mí esta criatura me dejaba mudo.

1 comentario:

diseñoweb_rafael dijo...

Me encanta este texto de la recogida de la aceituna, es bello y despierta multitud de sensaciones en mí. Gracias Victor