Sentada del 15 de abril de 2010

LOS OLVIDOS
Laura y adredista 1
Es habitual en mí olvidar las cosas. Cuando comienzo a escribir, nunca me acuerdo del tema que antes hemos tratado. De pronto, sin saber por qué, me salen las ideas que voy dictando. El problema de hoy es que yo no me acuerdo de ningún olvido.
Sé por experiencia que el olvido es cruel, al menos eso pienso yo, porque lo siento como un amigo incómodo que se ha pegado a mi espalda. Aunque no lo veo sé que está ahí, y si lo viera lo acariciaría para convertirlo en mi amigo bueno.
En este momento, que no me acuerdo de nada, suena la desagradable megafonía llamando al señor del mantenimiento y ¡chis! me acuerdo de mi último olvido: avisarle para que me arregle el timbre de la habitación, que no funciona.
Otro olvido me viene ahora a la memoria: hace pocos días pasé del taller de escritura. Me ha ocurrido una sola vez en estos años, lo cual es una suerte, pues el taller de Ángela se me olvida con más frecuencia.
Algunas cosas no se me olvidan jamás, por ejemplo, ir a comer. Pero no es por el hambre o porque suene el timbre, sino porque me rugen las tripas cuando va llegando la hora. Tampoco se me olvida el bolso de mano con la vaselina, siempre lo llevo colgado al cuello para que el señor de los olvidos no se lo lleve. En cambio, la llave de la puerta de mi habitación no sé dónde estará y por eso he decidido dejar siempre la puerta abierta. A mi familia nunca la olvido, ni ellos a mí. A menudo vienen todos a verme, incluido mi hermano Fernando, que vive muy lejos.
Por mucho que me esfuerzo, ya no me acuerdo de más olvidos.



CAGADO DE MIEDO
Víctor y adredista 0
Desde aquel verano, no me gustan los muertos. Menos mal que los entierran y se quedan en el cementerio. En la sementera se había sembrado la mano contra Badajoz y las tierras alrededor del cementerio estaban de trigo. Mi padre, algunos días de verano, me llevaba a acarrear la mies para la trilla. Me llevaba, sobre todo, en el segundo carro. –Para que no se duerma tu hermano, me decía. Y me levantaba a eso de las cuatro o las cinco de la mañana, después de descargar en la era el primer carro. El caso es que les hacía compañía, y yo aprendía lo que es el trabajo, aunque nunca me atrajo especialmente. El campo sí me gustaba. Mi padre tenía una buena pareja de mulas, la Torda y la Gallarda. Pero aquella noche no había luna. Desde lo alto del carro apenas lograba ver la dirección del camino, pero las mulas conocían bien el terreno y no se perdían. La tierra que íbamos a acarrear no estaba lejos del cementerio, por supuesto, en unas lomas. Desde estos altos se verían las tumbas, si no fuese de noche. Mi hermano y mi padre se valían solos para cargar el carro. A mí me llevaban un poco para darles guerra, pero sobre todo para coger las espigas que dejaba la horca de mi padre, o sea, para arrastrar. Comenzaron a cargar la mies y a mi me dejaron, como siempre, en mi silla de ruedas, en medio de la tierra y con el rastro como única defensa contra la oscuridad de la noche. Yo procuraba no alejarme del carro y coger las espigas que podía.
–Tordaa, sooo, –gritaba mi hermano a la mula– que pronto saldrá el sol y se irá el mochuelo. Y le decía a mi padre: – No están tranquilas las mulas, sobre todo la Torda, no sé qué pasa. –Es el mochuelo, sentenciaba mi padre. Yo también tenía miedo, pero no sabía muy bien a qué. La noche era oscura como los sótanos del infierno y me estaba quedando muy lejos del carro. Alcancé a ver, fue un segundo, que mi padre tiraba la horca y salía corriendo. Las mulas ya no hacían caso de las voces de mi hermano y se iban decididas en dirección del camino. Cuando mi padre alcanzó el caro, se colgó de la malla llena de mies, pero no conseguía ponerse delante del tiro. Las mulas no paraban y yo, en medio de la tierra, apenas alcanzaba a ver el carro. Sólo oía las voces de mi padre y de mi hermano, que me asustaban aún más. –Papá, gritaba desesperado, pero nadie me oía. Me daba tanto miedo la cercanía del cementerio que no había mirado para allí en todo el rato. Pero de pronto, ahora, solo y aterrado, se me ocurrió volver la cabeza hacia el pueblo. Y allí, en el bajo, lo primero, se distinguían apenas las tapias del cementerio. Pero, entre las tumbas, comencé a distinguir como velas encendidas que se movían de acá para allá, como una procesión de velas que en cualquier momento podía salir de entre las tapias y enfilar la cuesta que separaba el cementerio de donde yo estaba, sentado en mi silla de ruedas. No podía salir corriendo, evidentemente, pero sí podía mearme encima. Y me meé. Eran las mismas velas que habían espantado a las mulas. Cuando, pasado un buen rato, mi padre y mi hermano volvieron con el carro, las mulas ya se habían serenado, pero yo no encontraba la manera. Primero me meé, pero ahí no quedó la cosa, que cuando el miedo aprieta, aprieta sobre todo en el vientre. Y hiede cuando revienta.


LAS GANAS
Rosa
Efraín es un cincuentón todavía guaperas, alto, delgado y con algo de pelo. No se puede decir de él que sea un anciano. Se levanta temprano para preparar la comida, como a las tres de la mañana, alguna vez me lo ha comentado, siempre cuidó mucho su alimentación. Y luego se va a Mercamadrid. Cuando vuelve a casa a mediodía, con sueño, ya tiene la mesa preparada y puede dormir la siesta media hora antes de abrir la tienda por la tarde. Todo esto me lo ha contado él mismo alguna vez. Trabaja en la frutería, lejos del barrio donde vive. A las ocho de la mañana ya está en la tienda, descargando la compra del mercado central y colocando el género, que tiene muy buen gusto combinando los colores de las frutas y verduras. Efraín es muy trabajador, me despacha desde hace treinta años, los dos nos hemos hecho mayores así, él a su lado de la báscula y yo al mío, su fruta siempre fue muy buena y bien seleccionada, nunca compré a otro frutero, desde el primer día que vine a este mercado. Y esta ha sido nuestra relación durante todos estos años. Efraín es un comerciante muy agradable, al menos conmigo siempre lo ha sido.
Pues esta mañana he descubierto en su rostro una lágrima que él quería disimular. Me he atrevido a preguntarle qué ocurría, para eso ya da nuestro trato. Pero me ha contestado con malas formas, no como él acostumbra, pues es más paciente que una enfermera. Hacía unos días que faltaba en la tienda y he pensado en alguna desgracia familiar. Le pedí disculpas por mi indiscreción y me hice el propósito de no tomar nota de su mala contestación. Fue cuando se derrotó. Me dijo:
-Me he cansado de vivir y ya no sé lo qué hago en este trabajo -yo intentaba consolarle pero Efraín fue rotundo, parece que lo tiene muy pensado- Cuando uno perdió la ilusión por la vida, también ha perdido la capacidad para cambiar de rumbo. El otro día me quise suicidar. Y creo que lo volveré a intentar, ya no tengo fuerzas para otra cosa.
Me dio las gracias por consolarle, terminó de despacharme, me dio la espalda y se metió en la cámara frigorífica. Me he venido de la frutería muy descorazonada y ahora vivo en la zozobra de no verlo mañana.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Promulgan la diversidad, la libertad de silogismos, la rebelión literaria; y van y no se les ocurre otra cosa que amputar los mensajes de los libres...

Enhorabuena.

...ADREDISTAS dijo...

Gracias por tu visita.

¿No será que tu comentario es con motivo del concurso de MicroCuentos?

Esta página de inicio es la habitual de cada Jueves y no tiene relación directa con la convocatoria. ¿Habías visitado el blog con anterioridad?

¿Tienes Alguna petición en particular? Aunque algo liados con el concurso, con gusto la atenderemos a la mayor brevedad posible.

Anónimo dijo...

¿Qué concurso? Ah, eso. No, soy quien preguntó por qué colgaron la fotografía del libro de Dalmiro Saenz, si el relato no lo alude. Otros intercedieron con comentarios; y vosotros los borrasteis. Eran siete mensajes: los buenos pagaron por los malos, y los malos por los buenos. En fin, sentido común canónico. Visito la página desde tiempo ha.