Sentada del 13 de mayo de 2010

MINIATURAS XI
Iñaki

No quiero ver la realidad,
no pretendo verla,
hay una realidad muy negra,
hay una realidad muy blanca.

Quiero matar mi soledad
pero tengo alma de blues.

Son recuerdos de un pasado,
maravillosos abrazos
colgados en mi mente.

La nieve se derrite
al calor de la emoción
mientras, sentado, devoro
mi bocadillo de queso.

UN DESPISTE SALVADOR
Victor
Confieso que no sé cuantos hijos habré tenido, pero de lo que sí estoy seguro es de estar criando a tres. Con los dos últimos todo ha sido más fácil, y eso que terminé por quedarme sólo para todo con ellos, como temía desde hace tiempo, pero ya me había hecho a la idea de que era padre.
–¡Víctor! ¿Todavía no te has enterado de que eres padre? –era el grito de guerra de mi mujer, la frase que más me repitió durante los dos primeros años de matrimonio.
Desde que bajó del altar, el día de la boda, se le había olvidado de decir “Te quiero”. No volví a oírselo más y esta carencia comenzó a obsesionarme. Me preocupaba el futuro de mi matrimonio, siempre temiendo que algún día, al volver a casa, mi mujer se hubiese fugado con otro.
Más concretamente, esta era la obsesión que me impedía concentrarme. Y un día me olvidaba de cerrar la puerta; otro, de subir el pan; otro, de ponerme los pantalones, que un día salí a la calle en gayumbos y una vecina me denunció por escándalo público. Me gritaba “Sinvergüenza” y yo creía que era porque iba hablando sólo, haciéndole reproches a mi mujer en voz alta. Cuando me di cuenta de que no llevaba pantalones estaba ya cerca de la estación y la policía cerca de mí. Los polis me devolvieron a casa, pero me creyeron el olvido cuando les confesé que mi mujer no me decía “Te quiero” desde el día de la boda.
–Yo también sé lo que es esa sensación –me dijo el poli viejo.
Pero cuando tomé conciencia del problema que tenía fue un día que volví del parque con la sensación de que se me olvidaba algo y no conseguí recordar qué podría ser. Cerré bien la puerta, me lavé otra vez las manos, me palpé los pantalones para asegurarme de que los llevaba puestos y, de paso, me palpé la cartera en el bolsillo de atrás, volví al armario donde había colgado la cazadora, todo estaba en su sitio, aunque yo continuaba con la sensación de que algo olvidaba.
Y entonces volví al salón, ya relajado, y volví a darle a mi mujer el beso de saludo. Fue cuando ella me preguntó:
–¿Y dónde has dejado a Manolito?
Por fin me acordaba. Sin contestar a mi mujer y lleno de angustia, salí corriendo de casa y no paré hasta llegar al lugar donde había aparcado su carrito. Manolito continuaba dentro, junto al banco donde yo me había fumado el último cigarrillo. Un perro, tan grande como dos terneros, estaba mirando a mi hijo con muy malas intenciones y tiraba ya de la mantilla con los dientes, pero Manolito le sonreía y se ve que esto demoraba a la bestia.
Y allí mismo, ante aquel animal, me prometí no volver a sentir compasión de mí mismo o celos de mi mujer, que nadie me tuviera que volver a gritar eso de “¡Víctor! ¿Todavía no te has enterado de que eres padre?”
No sin esfuerzo, pero poco a poco conseguí ir concentrándome en lo mío. Y mi mujer parió otros dos hijos.
Fue al nacer el tercero cuando ella me dejó con los tres y se fue con un camionero, pero yo estaba ya curado de celos y me había hecho un buen padre.

LA CRISIS
Conchi
Esto era una chica y un chico, Ana y Gerardo, que se conocieron en un pub. Y de ahí fue saliendo una amistad. Salían juntos a todos los lados, incluso en el trabajo tenían los mismos horarios. Cada vez se gustaban más y terminaron comprando a medias un piso del EMSULE, porque querían hacerlo todo bien por si acaso se peleaban y se tiraban los trastos a la cabeza.
Fueron amueblándolo poco a poco en el IKEA, comprándose una lámpara, un tresillo, una mesa, una cama, dos sillas, unas cortinas, unos cuadros, un microondas, un lavavajillas, una batidora...
La relación se fue enfriando y cada vez estaban más serios y más calculadores. Cada uno se hacía la comida cuando llegaba a casa y no dialogaban para nada. Ni siquiera en la cama, cuando tenían que hacer el amor.
La vida se les volvió rutinaria: todos los días lo mismo. Y ya la pareja se iba desanimando y Gerardo empezó a beber. Cada vez se emborrachaba más a menudo y, así, se fue deteriorando la relación cada vez más, hasta que un día Ana le dijo:
–Gerardo, ¿por qué no vas a Alcohólicos Anónimos?
–¿Por qué no te vas tú a la mierda, tía, de una vez y me dejas vivir tranquilo? –gritó Gerardo enérgicamente, harto ya de las críticas de Ana– Y yo hago mi vida y tú la tuya.
–Lárgate tú donde te dé la gana, a casa de tu mamaíta o a donde te salga de los cojones.
Ana estaba echa polvo, ya no sabía qué hacer o qué decir para que las cosas volvieran a ser como antes.
–Pues no me voy a ir porque la casa es mía. Tanto derecho tengo yo como tú a la casa, porque la pagamos a medias, ¿recuerdas? Y hago en ella lo que me da la gana.
Entonces Gerardo cogió uno de los búhos de la colección de Ana y lo estampó contra la pared, haciéndolo pedazos.
–Y ahora te jodes –dijo.
Ana cogió la botella de JB de la que estaba bebiendo Gerardo y la vació entera en la pila.
–Y ahora te jodes tú, tío. Aunque yo creo que te hice un favor.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

¿"echa polvo"? Será "hecha polvo", por lo que más quieran!

Pablo Gómez dijo...

Dolor, dolor, DOLOR leer faltas de ortografía. No leo más si no se ponen serios con las correcciones.

Anónimo dijo...

Rál
Para pretender escribir algo, antes hay que leer mucho, y quien lo hace no asesina el idioma.
Vuelve a la primaria e inténtalo dentro de diez años.

Adredistra 0 dijo...

Perdón, perdón, perdón, soy el único responsable del desaguisado, me tocaba revisar los textos esta semana y no lo hice con la debida atención, os echo esta disculpa aquí hecho polvo de verdad, lo siento. ADREDISTA CERO

Anónimo dijo...

El escritor tiene que conocer el idioma. Sugiero devolver relatos con "horrores" para que los corrija el autor.

Adredista 0 dijo...

Los adredistas procuramos mantener un alto nivel de exigencia en los textos publicados, pero no somos inmunes a errores e ignorancias. De los errores, pedimos disculpas, pero de nuestras ignorancias, acusamos. Acusamos a los amos del mundo, esos tipos que se compran islas por ejemplo, de distraer nuestra formación académica con las normashipoteca o las normaspensiónNC, y acusamos a los que defendéis cualquiernormaporencimadetodo de poner barreras o incomunicarnos con los que podrían compartir nuestras emociones o mitos, o sea, nuestras narraciones y nuestras creencias, o sea, con los nuestros. La ortografía no deja de ser una convención, pero la empatía es una forma de vida. Las ignorancias en uno y otro campo ya sabemos que son de naturaleza muy distinta y no necesariamente incompatibles, pero si hay que elegir, procuramos no equivocarnos al compartir dolores y emociones. Gracias por darme a oportunidad de explicarme

Anónimo dijo...

A mí me bastaba la primera disculpa. Sin embargo, no sé bien si de la ignorancia propia puede acusarse a alguien más que a uno mismo. Si yo me esfuerzo a diario en cumplir las normas, tengo derecho a exigir que quienes están en igualdad de condiciones se esfuercen tanto como yo; no despreciemos las convenciones pues ellas nacen por y para la convivencia. Entiendo, no obstante, que no todos estamos en las mismas condiciones y que, por tanto, no todos pueden permitirse cumplir todas las normas. Si era el caso, pido perdón por mi acusación. Gracias, en cuaqluier caso, por la disculpa. No nos enzarcemos; sólo procuremos -quienes puedan permitirse tal esfuerzo- no escribir ni publicar con faltas.