Un despiste salvador

Victor
Confieso que no sé cuantos hijos habré tenido, pero de lo que sí estoy seguro es de estar criando a tres. Con los dos últimos todo ha sido más fácil, y eso que terminé por quedarme sólo para todo con ellos, como temía desde hace tiempo, pero ya me había hecho a la idea de que era padre.
–¡Víctor! ¿Todavía no te has enterado de que eres padre? –era el grito de guerra de mi mujer, la frase que más me repitió durante los dos primeros años de matrimonio.
Desde que bajó del altar, el día de la boda, se le había olvidado de decir “Te quiero”. No volví a oírselo más y esta carencia comenzó a obsesionarme. Me preocupaba el futuro de mi matrimonio, siempre temiendo que algún día, al volver a casa, mi mujer se hubiese fugado con otro.
Más concretamente, esta era la obsesión que me impedía concentrarme. Y un día me olvidaba de cerrar la puerta; otro, de subir el pan; otro, de ponerme los pantalones, que un día salí a la calle en gayumbos y una vecina me denunció por escándalo público. Me gritaba “Sinvergüenza” y yo creía que era porque iba hablando sólo, haciéndole reproches a mi mujer en voz alta. Cuando me di cuenta de que no llevaba pantalones estaba ya cerca de la estación y la policía cerca de mí. Los polis me devolvieron a casa, pero me creyeron el olvido cuando les confesé que mi mujer no me decía “Te quiero” desde el día de la boda.
–Yo también sé lo que es esa sensación –me dijo el poli viejo.
Pero cuando tomé conciencia del problema que tenía fue un día que volví del parque con la sensación de que se me olvidaba algo y no conseguí recordar qué podría ser. Cerré bien la puerta, me lavé otra vez las manos, me palpé los pantalones para asegurarme de que los llevaba puestos y, de paso, me palpé la cartera en el bolsillo de atrás, volví al armario donde había colgado la cazadora, todo estaba en su sitio, aunque yo continuaba con la sensación de que algo olvidaba.
Y entonces volví al salón, ya relajado, y volví a darle a mi mujer el beso de saludo. Fue cuando ella me preguntó:
–¿Y dónde has dejado a Manolito?
Por fin me acordaba. Sin contestar a mi mujer y lleno de angustia, salí corriendo de casa y no paré hasta llegar al lugar donde había aparcado su carrito. Manolito continuaba dentro, junto al banco donde yo me había fumado el último cigarrillo. Un perro, tan grande como dos terneros, estaba mirando a mi hijo con muy malas intenciones y tiraba ya de la mantilla con los dientes, pero Manolito le sonreía y se ve que esto demoraba a la bestia.
Y allí mismo, ante aquel animal, me prometí no volver a sentir compasión de mí mismo o celos de mi mujer, que nadie me tuviera que volver a gritar eso de “¡Víctor! ¿Todavía no te has enterado de que eres padre?”
No sin esfuerzo, pero poco a poco conseguí ir concentrándome en lo mío. Y mi mujer parió otros dos hijos.
Fue al nacer el tercero cuando ella me dejó con los tres y se fue con un camionero, pero yo estaba ya curado de celos y me había hecho un buen padre.

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