Sentada del 22 de julio de 2010

EL LOBERO
Sebas
Venía de dar una de mis consabidas vueltas, cuando al llegar al centro de la aldea vi a todos sus habitantes reunidos en la placita. Me picó la curiosidad y me acerqué al grupo. Entonces descubrí lo que despertaba tanta expectación: ¡había llegado Juan, el Lobero!
Allí estaba, en el centro de todos, con su típico atuendo: traje de pana, jersey de cuello alto, sombrero de ala caída y botas altas hasta la rodilla, abrochadas por correas terminadas en hebillas, con su escopeta al hombro y la canana a la cintura repleta de cartuchos de postas, y colgando de ella, un gran cuchillo.
Con él había llegado Antonio, el Bizco, apodado así por su estrabismo. Mientras la gente aclamaba a Juan, el Lobero, el Bizco permanecía en segundo plano, en silencio, vigilando las mulas, que traían con unos lobeznos pequeños y un lobo domesticado atado a una mula con una fuerte correa.
A la noche, mi abuelo invitó al Lobero a casa, para tomar unos tragos y charlar. Llegó el legendario personaje y enseguida se sentaron en torno al fuego. Cogieron la botella de orujo y unos vasos y en franca camaradería se pusieron a hablar de sus cosas.
Yo me senté en el suelo, cruzando las piernas según mi costumbre y exponiéndome a la consabida reprimenda. Pero abriendo los ojos como platos, me dispuse a escuchar a aquellos dos hombres cargados de experiencia en la vida. Estuvieron más de dos horas contando lances e historias de caza menor y de alimañas, que mi abuelo tampoco era manco en esos trances.
Después de dar buena cuenta del orujo y ya bastante animados, cogieron el acordeón y la guitarra y se pusieron a tocar y cantar jotas y fandangos populares. Cuando se cansaron de tocar y cantar, salimos a la calle para dirigirnos más a las afueras de la aldea, con la pretensión de escuchar el aullido de algún lobo. Después de un tiempo de espera escuchamos a uno. A mi me pareció lo más terrorífico que había oído en mi vida, se me puso la carne de gallina y los pelos de punta como escarpias. Ellos se quedaron tan tranquilos, como si nada hubiera ocurrido, y comentaron: “Es un macho y está llamando a la hembra, mañana noche iremos a por él”.
Nos dispusimos a regresar a las casas para dormir, pues ya iba siendo bastante tarde. Al pasar por delante del pajar de la tía Francisca oímos roncar al Bizco, que estaba durmiendo allí.
No tenían prisa por irse a dormir, y Juan el Lobero empezó a contarle una historia muy graciosa a mi abuelo. Contaba que un día él y el Bizco fueron a unas loberas que había en la orilla de una rambla, para ver si había crías de lobo, para cogerlas. Dieron con ellas y una estaba habitada por lobeznos. Decidieron hacerse con ellos, pero la boca era muy angosta y no entraba el cuerpo de una persona. Fue cuando el Lobero le dijo al Bizco que se desnudara y entrara a por los lobeznos.
Una vez dentro, el Bizco cogió los lobeznos y se dispuso a salir, pero se quedó atrancado en la salida. No podía ir ni para atrás ni para delante. El Lobero le dijo: “Quédate ahí, que voy a la aldea a por un pico para sacarte. Si notas que algo helado te toca en el culo, no te preocupes, eso es el hocico de la loba”.
El Lobero, se quedó por allí haciendo un poco de tiempo. Cuando le pareció oportuno, cogió un guijarro helado por la escarcha y lo aplico al culo del Bizco. Este creyó que era el hocico de la loba y fue tal el susto que se llevó, tanto se encogió que, apenas sin impulso, salió como una centella de la cueva. No veas las carcajadas que mi abuelo y el Lobero soltaron a cuenta del pobre Bizco.
Llegó la noche señalada para ir a la caza del lobo. Durante la tarde estuvieron haciendo preparativos y trazando el plan. Yo quería ir con ellos, pero me dijeron que un niño no podía estar toda la noche por el bosque. Me quede un poco contrariado, pero me quede. Mi abuelo, el Lobero y el Bizco partieron al anochecer. A la mañana siguiente estaban los tres con un lobo muerto en el centro de la plaza, rodeados por los campesinos, contando muy ufanos su hazaña.
Contaban que salieron de la aldea por la noche, cuando cantaba el búho, que subieron a la sierra, cubierta de pinos, y que, en un calvero del bosque, se apostaron detrás de unos pinachos y esperaron un poco. Cuando le pareció bien, Juan el Lobero imitó el aullido de una loba. Desde allá lejos, por aquéllas sierras, les contestó el aullido de un lobo macho. Y poco a poco, de intervalo en intervalo, los aullidos se fueron sucediendo. Cada vez el lobo macho está más cerca, buscando a la hembra. “¡Pronto estará aquí!”, dijo el Lobero. Y de pronto, el lobo se presentó en el calvero. Entonces le chistaron y, al verse sorprendido, se paró en seco, momento que aprovecharon para abatirlo a tiros.
Era un trofeo con el que el Lobero y el Bizco recibirían un tributo voluntario, que los campesinos les daban por librarlos de las alimañas que diezmaban sus ganados. El tributo casi siempre era en trigo, patatas y aceite.
Los loberos pasaron unos días más en la aldea y consiguieron matar otro lobo. Un día, cuando ya se iban, apareció el más fanfarrón de la aldea y dijo que su perro podía con el lobo domado: El Lobero dijo que no lo intentara, porque el lobo mataría al perro. Cipriano, que así se llamaba el fanfarrón, repitió que su perro partiría en dos pedazos por la columna vertebral al lobo. Poco a poco la gente se fue concentrando alrededor de ellos y empezaron a cruzar apuestas. Unos eran partidarios de que el lobo ganaría y otros de que ganaría el perro.
Por fin, organizada la pelea, encerraron al perro y al lobo de un corral y los dejaron sueltos. La lucha fue encarnizada. Los hombres la presenciaban encaramados en las tapias del corral y las mujeres y los niños la contemplábamos por agujeros y rendijas de las desvencijadas puertas. Como la mayoría esperábamos, el lobo dio muerte al perro.
Cipriano se puso furioso y quiso matar al lobo y al Lobero, sacando una pistola ni se sabe de dónde. Pero Juan, el Lobero, estuvo más rápido y, dándole una patada en la mano, le arrancó la pistola de cuajo y acto seguido le puso el enorme cuchillo en el cuello.
“¡Te lo dije!, –gritó el lobero– ¡eres un hijo de puta y tenías que haber sido tú el que muriera!” Todo aquello me produjo una sensación de miedo que paralizó todo mi cuerpo. Creía al Lobero, un hombre curtido en mil batallas, capaz de matar a Cipriano si este no deponía su actitud. Poco a poco el Cipriano se fue apaciguando. Y avergonzado, pero jurando y amenazando, se marchó a su casa.
El episodio nos dejó a todos un mal sabor de boca. Y Juan, el Lobero, y el Bizco cogieron las mulas cargadas de alimentos y, con los lobos detrás, cogieron el camino y se fueron tal como habían venido.

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