Sentada del 19 de agosto de 2010

EL FRENTE DE JUVENTUDESSebasHoy recuerdo todavía con total nitidez las consignas, el machaqueo incesante de los maestros en la década de los 50. Todo era hablar de los héroes nacionales, sobre todo de Franco y José Antonio Primo de Rivera, y de lo malas, viles y criminales que habían sido las hordas rojas.
Al entrar a clase, en lo primero que reparabas era en los retratos de los principales héroes de la contienda. No recuerdo ahora el orden en que estaban colocados, pero sí recuerdo que estaban situados uno a cada lado de un crucifijo central. Y recuerdo la mala leche del maestro y la colección de varas y palmetas para castigarnos.
Era obligatorio rezar todos los días y cantar el Cara al Sol, tanto a la entrada como a la salida de clase. Luego estaban las jornadas heroicas de la guerra civil. Tanta era la animadversión que nos hacían sentir hacia los rojos que, cuando nos encontrábamos con alguna persona que decían si habría sido roja, sentíamos verdadero pánico. La eterna historia de vencedores y vencidos, de rojos y azules.
Un día me propusieron afiliarme al famoso Frente de Juventudes. Al principio me lo pensé bastante, a pesar de que unos cuantos amigos que ya pertenecían a él no dejaban de animarme. Por fin, después de mucho pensarlo y más por interés que por otra cosa, decidí apuntarme yo también. Como en el pueblo no había grandes cosas para pasar el tiempo, sobre todo en los atardeceres de invierno, y en el Hogar del Frente de Juventudes había todo tipo de juegos, biblioteca, discoteca, campeonatos de balonmano y de baloncesto, más los campamentos de verano y muchas excursiones, todo esto fue lo que me animó a apuntarme.
Así que un buen día, acompañado por unos amigos que pertenecían a él, me encaminé al Hogar. Entramos en un despacho donde nos esperaba un joven, de unos 18 años, que decían que era jefe de centuria. Después, con el tiempo, me di cuenta de que aquello era una organización paramilitar. Aquel tipo me habló de los valores patrios y de lo importante que era ser falangista, algo así como que éramos los cimientos de una futura y mejor patria. Me dieron un carné que acreditaba mi pertenencia a dicha organización.
Me dieron un uniforme: la camisa, azul oscuro, y en los bolsillos, unos escudos bordados –no me acuerdo en estos momentos qué es lo que representaban, pero me parece que en uno llevaba un yugo y unas flechas y en el otro un cisne–, un pantalón de color beige y una boina roja –tampoco recuerdo el color de botas y calcetines, supongo que negros. Cuando llegué a casa con todo el equipo, mis padres me dijeron: “¿Pero tú sabes, muchacho, en el lío que te has metido?” Y eso que me habían dado permiso para hacerlo. No dije nada y subí aquel hato a mi habitación.
Un día, el jefe de centuria nos informó de que iban a hacer una asamblea de todos los afiliados con los jefes de falange provinciales y locales, y que tendríamos que asistir obligatoriamente e ir vestidos de uniforme.
Llegó el gran día y el momento esperado, aunque yo no sabía el porqué de tanta parafernalia, pues apenas conocía aquel ambiente. Por primera vez me puse el uniforme, hasta me sentaba bien e iba guapote. Me dirigí al Hogar juvenil. Cuando llegué, había un montón de compañeros allí, me encontraba bastante nervioso. Empezamos a entrar en el salón de actos y empezamos a acomodarnos. Una vez todos dentro, empezaron a llegar los jefes. La verdad es que, aunque vinieran amables y sonrientes, más que respeto infundían miedo. A alguno de ellos se les notaba la pistola debajo de la chaqueta. Todos vestían trajes de buen corte y, sobre todo, lo que más destacada en todos era su camisa azul, con la flechas y el yugo bordados en el lado del corazón. Todos llevaban bigotillo y el pelo engominado, peinado hacia atrás.
Antonio, el jefe de centuria, tenía que abrir con un discurso preliminar la asamblea. Empezamos saludando las banderas –recuerdo que había tres, la de España, la de la falange y la de San Andrés– y lanzando vivas a España y a Franco. Después, saludamos con el brazo en alto y la palma de la mano extendida a todos los jefes, pues era el saludo obligatorio ante la jerarquía.
Antonio, antes de abrir su discurso, quiso saludar enérgicamente al jefe provincial y, al levantar el brazo, se le escapó un pedo. ¡Madre mía! ¡La que se formó! Qué carcajadas, menuda algarabía. Antonio tenía la cara roja como un tomate. El jefe local le reprendió: “¡Pero, hombre, Antonio! ¿Qué modales son esos?” “Perdón –contestó Antonio– pero es que tengo el muelle flojo”.
Enseguida se hizo la calma y empezaron por parte de los jefes los discursos. No decían nada nuevo, todo eran consignas y máximas repetidas una y otra vez hasta la saciedad. Luego empezaron a indagar, preguntando si sabíamos quiénes habían sido los chavales que apedrearon el enorme haz de flechas y yugo que había a la entrada del pueblo. Dijeron que, en cuanto los tuviéramos identificados, todos irían a parar derechos como un taco al reformatorio. “¡Menuda se las gasta esta gente!”, pensé yo entre mí.
A una de las cosas que nos obligaban era a saludar con el brazo en alto a todos los jefes de falange, cuantas veces nos los encontráramos. Y a besarle la mano al cura, tantas veces como lo viéramos, y también a hacer una genuflexión y santiguarnos, cuando pasáramos por la puerta de una iglesia. Daniel era un niño travieso, yo diría que era el mismo diablo reencarnado en figura de niño, y siempre que veía al cura, en vez de besarle la mano, le daba un mordisco y se limpiaba los mocos en ella.
Durante la primavera hicimos campeonatos con los pueblos de la comarca de baloncesto y balonmano. Y en verano fuimos de campamentos. Era la primera vez que yo salía de casa, iba contento porque me libraría de la tutela o presión y represión de mis padres. Pero mi gozo en un pozo. En el campamento me encontré unos jefes mucho más severos que mis padres: todos los días teníamos que hacer marchas y varios trabajos, cantar himnos y escuchar consignas y más consignas del régimen alrededor de la hoguera. Por todo esto estaba deseando de volver a casa y al pueblo, con mi familia y amigos.
Llegó el invierno y, por las tardes, después del colegio, pasábamos gran tiempo en el Hogar del Frente de Juventudes: Teníamos varios juegos, pero era lo menos que hacíamos, pues la mayor parte del tiempo la pasábamos gamberreando, haciendo guerrillas y demás barbaridades con los mosquetones y machetes de imitación. Este armamento de pega lo utilizábamos, junto con los tambores y trompetas, para hacer maniobras y desfiles paramilitares.
Teníamos un jefe de Hogar que era renco, algo así como una especie de ogro de mediana edad. Siempre andaba con arrestos, broncas y otras lindezas. Cuando se ausentaba, que era con bastante frecuencia, los follones y algarabías que se montaban allí eran de campeonato. Recuerdo una tarde, que estábamos dando golpes en la mesa y tirando fichas de dominó, uno se tiró un pedo y rompió, no sé si del esfuerzo o con la potencia de la explosión, la pata de una mesa, en el preciso momento que entraba el jefe de Hogar. Empezó a dar saltos y repartir tortazos en el cogote a diestro y siniestro. Inmediatamente después del broncazo, nos conminó a todos a salir a la calle y nos arrestó un mes sin poder entrar al Hogar.
A pesar de estar arrestados, cuando no estaba el ogro entrábamos en el Hogar. Una tarde vimos a dos borrando un cartel que habían hecho con lápiz. Lo estaban haciendo con la lengua y nos dijeron que había sido un arresto del jefe de Hogar. Enseguida entró el ogro y, al sorprendernos allí a los arrestados, salió corriendo detrás de nosotros como una exhalación, a pesar de su cojera. Nos quedamos en la puerta y desde allí empezamos a silbar como el día del estruendo, cuando se rompió la pata de la silla con el pedo, y esto lo puso furioso.
¡Buena cosa habíamos descubierto! Siempre que lo veíamos por la calle o donde fuera, le silbábamos, y esto terminó por desquiciarle. Tanto, que en la plaza había un pilón donde bebían agua las caballerías: los dueños lanzaban a intervalos una especie silbido para estimular a los burros a beber más agua, y al oírlos el ogro, intentaba pegar a todos los que abrevaban los burros.
Nosotros ignorábamos que padecía de los nervios y estaba lleno de manías, por lo que lo teníamos loco pedido. Pero todo esto llegó a oídos de nuestros padres, que hablaron muy seriamente con nosotros para que depusiéramos nuestra actitud respecto al ogro.
Total, que entre unas cosas y otras, yo me fui cansando del Frente de Juventudes, de tanto Cara al sol y tantas canciones, de llevarle flores a los caídos y de tanto machaqueo con rojos y nacionales. Y decidí que no me volverían a arrestar, que no volvería nunca más por el Hogar del Frente de Juventudes.

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