El Primavera

EL PRIMAVERA
Fonso
A mi amigo Jaime Hierro le llamábamos el Primavera porque tenía una cara que parecía el capullo de la rosa cuando se está abriendo. Eso sí, cuando algún chico de otro barrio le llamaba Primavera era capaz de partirle la cara, aunque le doblara en estatura.
A mí me lo consentía porque entraba dentro del circulo de sus amistades y, sobre todo, porque él me llamaba Lusmi, así, con música, cuando en realidad yo me llamo Luis Miguel. Estábamos en tablas.
En el mercadillo de los viernes, en mi pueblo, Orihuela, donde íbamos a ver si pillábamos algo, una vendedora de flores le dijo una mañana:
–Oye, niño, ¿quieres este hermoso ramo de claveles, que estamos en primavera?
Al escuchar la palabra “primavera”, a Jaime se le puso la cara como un tomate y le dijo a la pobre señora tres cosas: una, que él no era un niño, dos, que ella no tenía ni idea de cómo tratar a los clientes, y tres, que sería mejor que se dedicara a fregar escaleras.
La mujer, que por más señas era gitana y soportaba mal los consejos, no se pudo contener y, agarrándole por los pelos a mi amigo, empezó a zarandearlo como un trapo. Menos mal que unas señoras por un lado y yo por otro conseguimos separarlos, sin que la cosa llegara a mayores.
Después de este percance, que salvamos por piernas, pues empezaron a salir gitanos de todos los tenderetes y aquello se puso tan serio que nos pudo costar muy caro, llegué a la conclusión de que ya era peligroso continuar tratando a Jaime como si fuera un niño –teníamos quince años, pero no estábamos muy bien alimentados, así que aparentábamos todavía menos–, y que era mucho más peligroso todavía transitar en su presencia de marzo a junio, cuando los campos se visten de colores, a las gentes se les ve más alegres y a muchos se nos cambia el carácter.
Por lo que decidí, allí mismo, no volver a verlo hasta el verano siguiente.

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