Sentada del 11 de noviembre de 2010

PODER
MaryMar y adredista 7
El mismo día que nací yo, lo hizo una vecina mía, a la que pusieron por nombre Conchi. Su madre se quedó sin leche y mi propia madre nos amamantó a las dos.
Durante los primeros quince años fuimos grandes amigas. Íbamos juntas al mismo Colegio y jugábamos con los mismos niños del barrio. Muchas veces yo tenía que salir en su defensa, pues había un grupo de chiquillos revoltosos que se metían con ella.
Cuando cumplí los quince años, mi padre se quedó sin trabajo. Al cabo de unos meses encontró un puesto en Toledo y nos tuvimos que ir todos para allá. Allí estudie yo estudié enfermería, y terminé la carrera.
Al cabo de unos doce años volvimos a Madrid la familia. Encontré un trabajo como enfermera en un hospital de Alcorcón, pero dio la casualidad de que la directora era Conchi, la que había sido mi amiga durante los primero quince años de nuestra vida.
Pues en vez de alegrarme, me abrumaba la responsabilidad y sentí mucho miedo, pues no quería decepcionarla. Además, si yo hacía mal mi trabajo, la pondría en el brete de tener que despedirme, lo cual era un mal asunto para mí, pero también para ella.
Más que miedo, era terror lo que sentía. Y trataba a Conchi con excesivo respeto. No trabajaba a gusto. Me dolía el estómago, estaba siempre nerviosa, rompía cosas… y ella me echaba la bronca de vez en cuando, lo cual agravaba mi estrés.
Hasta que un día le dije a Conchi que quería hablar con ella. Me recibió en el despacho. Le recordé, nerviosa, lo amigas que habíamos sido en nuestros primeros quince años y las veces que la había protegido. Además, hasta me atrevía a restregarle un poco que éramos hermanas de leche.
–Eso tampoco se me había olvidado –me cortó Conchi y ya no me dejó hablar más, se había enfadado– Y también recuerdo que en este momento soy la directora y tú una excelente enfermera, pero ello no me hace olvidar que somos amigas, al menos así te considero yo, y que entre nosotras siempre estará la amistad por encima de cualquier otra consideración. ¿O no?
–Ahora lo veo claro, mira tú, pero es que te tenía tanto miedo que me estabas amargando la vida.
–No hay como hablar, para quitar las telarañas.
Y nos hicimos unas risas y todo cambió para mí. Conchi volvía a ser mi amiga y desapareció mi miedo.



UN ROÑA
José Luis
Rafa y su familia siempre han comido lo mismo durante toda su vida: garbanzos. En casa de Rafa nunca ha entrado otra cosa.
–¿Un hueso de jamón? ¿Para qué tanto despilfarro? Con lo ricos que están los garbanzos.
Esto se lo dijo a su mujer la misma noche de bodas, después del débito conyugal, cuando ella se interesó por sus otras obligaciones y preguntó que haría de comida al día siguiente y Rafa contestó que cocido. Y continuaron hablando.
–¿Morcillo? ¿Para qué? Y el repollo tampoco añade nada a los garbanzos –insistió Rafa.
–¿Y un hueso fresco, ni siquiera? –preguntó muy preocupada la recién desposada.
–Si lo regalaran, ya preguntaré yo en la carnicería –que por algo Rafa trabajaba en el mercado.
O sea, que Rafa había decidido comer cocido y la familia comería cocido, o sea, garbanzos.
–¿La sopa? El caldo de los garbanzos no necesita de fideos, un poco de miga de pan duro y basta.
Rafa se pasaba todo el día trabajando en el mercado, debajo de su casa, en la frutería, que no era suya. Su jefe lo conocía muy bien, sobre todo su afición al ahorro, y no se fiaba ni un pelo.
Lo vigilaba muy de cerca, pero Rafa no es de esos. Él no mete mano en la caja, eso es sagrado. Únicamente les sisa en algunos precios a las señoras y se queda con el excedente. Para Rafa, un céntimo siempre ha sido un tesoro. Y si conseguía sisar cinco céntimos a cada cliente un día, con eso ya se alimentaba. Ni garbanzos necesitaría comer a mediodía.
Entre estas sisas y las vueltas mal dadas a las clientes más ancianas, con dificultades de memoria para controlar el cambio, bien podía Rafa quedarse con sus veinticinco euros a la semana, más de lo que se gastaba en casa en garbanzos. Estos ingresos le satisfacían especialmente, pues cubrían los gastos.
Lo cual permite concluir que su trabajo le estaba haciendo rico, algo que no podemos decir todos los asalariados.
–Pronto no tendremos sitio aquí para guardar tantos ahorros –le decía a su mujer muy satisfecho, moviendo la calderilla.
–Podríamos comprar un piso más grande –sugirió ella.
–Quita allá, que hay escondites más baratos –rechazó la idea de su esposa sin esfuerzo, pero de pronto se sobresaltó– ¿Pero no estarás pensando en tener hijos? Tú no sabes lo caros que salen.
Por más empeño que Rafa ponía en no fertilizarla, aquella mujer, acostumbrada a hacerlo todo con poco, terminó embarazada del tan escaso semen de nuestro hombre. Y de mellizos.
–No sé qué vamos a hacer –se decía Rafa, cuando por fin tuvo la certeza del desastre–, tendremos que quitarle la patata al cocido para poder criarlos.



LA MUJER MANDA
Laura y adredista 1
En la sierra de Guadarrama, no muy lejos de Madrid, hay un pueblo de 120 vecinos. Las casas son de piedra gruesa para protegerse del calor en verano y del frío en invierno.
Allí vive Tobías, tiene 60 años y desde hace 15, que enviudó, en su casa no hay quien entre: la limpieza del hogar y el aseo personal brillan por su ausencia.
Andrés, su hijo, tampoco colabora que digamos en las tareas domésticas. Nadie se lo había enseñado. Su madre era una verdadera reina de la casa en todos los conceptos y no necesitaba de él ni de nadie. Ahora faltaba.
Así pues, nadie pone orden en la casa, no hay horario alguno, se come cuando avisa el hambre y gracias a la lavadora la ropa estaba medio decente. Aunque la plancha jamás se utiliza ahora.
La conversación entre padre e hijo es escasa y siempre la misma.
–Andrés, cásate pronto, así no podemos vivir –dice el padre.
–Ninguna mujer se fija en mí, siempre voy un poco desastroso –responde el hijo.
Si la conversación se alarga, el tono se vuelve un poco más violento por parte de Andrés, que termina por responder:
–Cásate tú.
El padre intenta frenar los nervios y le razona:
–Yo no puedo casarme porque soy viudo y a los viudos no los quiere nadie.
Pero cuando menos se lo esperan, una chica le tira los tejos al hijo.
–No es que seas el mejor partido, pero sí el más desesperado –se presentó ella.
–¿Y a ti te sobra la vida, para desperdiciarla conmigo? –respondió Andrés.
–Soy una buena mujer y no soy ambiciosa. Tú y tu padre me dais pena.
Y al poco tiempo decidieron casarse.
Pero María, que así se llamaba ella, había puesto como condición adecentar la casa y adecentarles a ellos. Todos salían ganando, parecía. Pero María se ha convertido en una auténtica gobernanta, con todas las de la ley, y en casa hay que hacer lo que ella dispone.
Ellos dos, padre e hijo, sobre todo en las ocasiones en que María los pone firmes, añoran su vida de “guarros”. Al menos entonces eran libres.

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