Sentada del 18 de noviembre de 2010

MARCO ANTONIO Y CLEOPATRA
Fonso
Cleopatra era muy feliz hasta que se encontró con una amiga que le dijo:
–¡Hola, Cleo! ¿Cómo te va por estas alcantarillas de mierda?
–¡Mira tú, Rati, tan fina como siempre! ¿Que quieres que te diga? Pues no me faltan tuberías que roer aquí, y no aparecen gatos que me corten la digestión… ¿Y a ti, qué, por esos contenedores de ídem?
–¡Si me oyes quejarme de la vida, que me saque los ojos un gato! Entro y salgo del almacén de quesos y embutidos cuando me da la gana, no es fácil que muerda el cable que no es, ese que te puede dejar frita, y lo mejor de todo es que nunca hay trampas que temer ni moros en la costa que te zurren.
–¡Pues hija, Rati, me pones los colmillos largos!
–¡Pues mira, Cleo! ¡Cuando quieras te invito a queso!
Aquella misma noche, cuando se apagaron las luces del establecimiento, por las rejillas del sumidero, en la oscuridad del patio, aparecieron las cabezas, luego los cuerpos y por fin los largos rabos de dos ratas peludas que en un vistas y no vistas se encontraron de pronto en el paraíso de los roedores.
El caso fue que en un rincón de la nave, con las estanterías abarrotadas de quesos y los embutidos colgando por todas partes, sentado sobre las patas traseras, el pelo reluciente, que cambiaba de color con el parpadeo de un tubo fluorescente, y haciendo molinetes con el rabo, los ojos sonrientes, la mejilla derecha descansando sobre la pata delantera y relamiéndose las uñas de la izquierda, las esperaban los diez kilos largos de Marco Antonio.
Pues gracias a que el agujero de escape era demasiado pequeño y Marco Antonio demasiado grande, a que el gato se había confiado demasiado y a que el hambre aligera las patas, las dos ratas pudieron salvar sus vidas, no sin antes ser marcada por las uñas del felino la una y perder parte del rabo, y la otra dejar entre sus uñas las dos orejas.
Eso sí, en adelante la rata Cleopatra, ahora conocida en la colonia de roedores como Cleo la Rabicorta, ha hecho oídos sordos de los cantos de sirena de su amiga Rati y, sobre todo, no quiere saber nada de almacenes de quesos al cuidado de tipos tan indeseables como Marco Antonio.



EL PACTO DEL MIEDO
Fonso
La vida con mi padrastro no era nada agradable. No sé por qué me tendría tanto odio. Yo creo que podía ser porque de niño, como me ha ocurrido siempre, tampoco me podía callar y le decía en su cara todo lo que se me venía a la cabeza.
La primera vez que me pegó con saña, hasta el punto de atizarme con la hebilla de la correa del pantalón, fue porque llegué muy tarde a casa y le dije que él no era quién para pegarme, que yo no le había consentido ni a mi padre que me pusiera la mano encima, y mucho menos a él, que era mi padrastro.
Después de otra de aquellas palizas, en las que pensé alguna vez que me mataba, que me tiró al suelo y, después de darme patadas por todas partes, me cogió por los pelos y me dio tal golpe contra un armario que retumbó toda la casa y fue un milagro que no me partiera la cabeza, pues aquella misma noche le propuse a mi amigo Chacopino que se viniera conmigo a la capital para ver a mi padre. Cachopino acepto sin pensarlo dos veces porque también las relaciones con su padre eran bastante malas, aunque no hasta el extremo de las mías con mi padrastro.
Nos escapamos de Herodes, pero nos tropezamos con Pilatos. Mi padre se había convertido en un alcohólico que sobrevivía de lo que encontraba por las basuras. Nos hizo el mismo caso que a las ratas que se paseaban por su chabola, que él mismo había montado con cuatro tablas mal puestas.
Resistimos una semana, hasta que fuimos a buscar refugio a casa de mis tíos, que se asustaron al vernos y les faltó tiempo para llamar a mi madre, que andaba buscándome desesperada y que se presentó a las pocas horas en el coche, conducido por mi padrastro.
El conflicto había explotado y todos tuvimos que tomar partido. En adelante las relaciones en casa fueron algo menos tensas, porque yo me tuve que comer la lengua y tragarme los sapos por miedo a mi padrastro, porque él tuvo que sujetarse los caballos de la mala leche por miedo a que mi madre lo pusiera en la calle, lo mismo que había hecho en su día con mi padre, y porque mi madre se pasaba el tiempo templando gaitas por miedo a que el conflicto se desmadrara y ella perdiera algo, o su hijo o su pareja, y con él, el poco de dinero que aportaba y que tan bien nos venía.
Puede decirse que en mi casa se había establecido una especie de pacto del miedo.


AMOR GITANO
Fonso
Hacia un buen día de primavera, no corría el aire ni calentaba mucho el sol, yo estaba sentado con mi hermano Tomás en un banco de nuestro viejo barrio, en Alicante.
Cuando estaba más tranquilo, Tomás me sobresaltó diciendo que si le acompañaba al barrio de las Mil viviendas, donde vivía el Chino, para comprar dos talegos de chocolate.
Era un barrio de mayoría gitana. No podías pasear tranquilo por las calles porque siempre te podía salir alguno con una navaja dispuesto a robarte hasta los calzoncillos.
Sonriendo, pero con mucho miedo, le contesté que sí. Sabía de antemano lo peligrosa que era aquella gente.
–Tú estate tranquilo y no abras la boca ni te apartes de mi lado, que no te pasará nada –me dijo Tomás, acariciándome la cabeza.
Para mi sorpresa, no tuvimos ninguna experiencia desagradable. Al contrario, conocimos a muy buena gente, entre ellas a una familia gitana que conocían a mi hermano y cuyo jefe nos invitó a su casa. No ofreció un vino con un poco de jamón, que aceptamos encantados.
Nos sirvió una de sus hijas, una chica muy guapa de pelo largo y negro, de unos quince años. Lo que más resaltaba, además de tener un cuerpo precioso, eran sus ojos verdes, tan bonitos. Me enamoré nada más verla.
En los días siguientes, y por cualquier motivo, volvía a casa de la gitana y nos pasábamos las horas muertas hablando y paseando por las calles, ante la envidia sobre todo de los calorros de mi edad, que no soportaban que un payo se pudiera levantar a una chica de su raza. Se llamaba Sara.
Yo sabía que nuestras relaciones no eran aceptadas por la mayoría de su gente, pero yo sentía que nuestro amor era capaz de saltar cualquier impedimento racista. Además, tenía a mi favor a su padre, que le caí muy bien desde el primer momento.
Poco a poco nos fuimos ganando a la gente. Yo procuraba hacerme el simpático con todo el mundo y no me echaba para atrás a la hora de pagar, cuando nos tomábamos algo en las tascas frecuentadas por los de su tribu.
Pero nuestro idilio duró el tiempo en que tardó en cruzarse en mi camino la silla de ruedas. Yo observaba cómo la gente volvía la mirada con disimulo al ver el esfuerzo que hacía Sara empujando la silla y me imaginaba los comentarios que se quedaban haciendo. Se lo hacía notar a ella, que me decía que no me preocupara.
Unas veces con la excusa del mal estado de las calles, dejamos de dar nuestros paseos. Otras, Sara me dejaba a solas con su padre en el trapicheo con la droga y se iba a hacer los recados, sin volver a acordarse de que estaba esperándola en la casa.
Fui yo el que rompí, del todo, nuestra relación, a pesar de que la quería con toda mi alma.
Y todavía hoy, en la estantería frente a mi cama, junto al retrato de mi madre, está el retrato de Sara, mi amor gitano

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