Un roña

José Luis
Rafa y su familia siempre han comido lo mismo durante toda su vida: garbanzos. En casa de Rafa nunca ha entrado otra cosa.
–¿Un hueso de jamón? ¿Para qué tanto despilfarro? Con lo ricos que están los garbanzos.
Esto se lo dijo a su mujer la misma noche de bodas, después del débito conyugal, cuando ella se interesó por sus otras obligaciones y preguntó que haría de comida al día siguiente y Rafa contestó que cocido. Y continuaron hablando.
–¿Morcillo? ¿Para qué? Y el repollo tampoco añade nada a los garbanzos –insistió Rafa.
–¿Y un hueso fresco, ni siquiera? –preguntó muy preocupada la recién desposada.
–Si lo regalaran, ya preguntaré yo en la carnicería –que por algo Rafa trabajaba en el mercado.
O sea, que Rafa había decidido comer cocido y la familia comería cocido, o sea, garbanzos.
–¿La sopa? El caldo de los garbanzos no necesita de fideos, un poco de miga de pan duro y basta.
Rafa se pasaba todo el día trabajando en el mercado, debajo de su casa, en la frutería, que no era suya. Su jefe lo conocía muy bien, sobre todo su afición al ahorro, y no se fiaba ni un pelo.
Lo vigilaba muy de cerca, pero Rafa no es de esos. Él no mete mano en la caja, eso es sagrado. Únicamente les sisa en algunos precios a las señoras y se queda con el excedente. Para Rafa, un céntimo siempre ha sido un tesoro. Y si conseguía sisar cinco céntimos a cada cliente un día, con eso ya se alimentaba. Ni garbanzos necesitaría comer a mediodía.
Entre estas sisas y las vueltas mal dadas a las clientes más ancianas, con dificultades de memoria para controlar el cambio, bien podía Rafa quedarse con sus veinticinco euros a la semana, más de lo que se gastaba en casa en garbanzos. Estos ingresos le satisfacían especialmente, pues cubrían los gastos.
Lo cual permite concluir que su trabajo le estaba haciendo rico, algo que no podemos decir todos los asalariados.
–Pronto no tendremos sitio aquí para guardar tantos ahorros –le decía a su mujer muy satisfecho, moviendo la calderilla.
–Podríamos comprar un piso más grande –sugirió ella.
–Quita allá, que hay escondites más baratos –rechazó la idea de su esposa sin esfuerzo, pero de pronto se sobresaltó– ¿Pero no estarás pensando en tener hijos? Tú no sabes lo caros que salen.
Por más empeño que Rafa ponía en no fertilizarla, aquella mujer, acostumbrada a hacerlo todo con poco, terminó embarazada del tan escaso semen de nuestro hombre. Y de mellizos.
–No sé qué vamos a hacer –se decía Rafa, cuando por fin tuvo la certeza del desastre–, tendremos que quitarle la patata al cocido para poder criarlos.

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