El don de la ebriedad

Peva
Se supone que estar ebrio es estar con un pedo ¡que te cagas! Pero no es cierto del todo, pues hay muchas maneras de estar ebrio/a.
Yo, sin ir más lejos, tengo momentos en que estoy ebria ¡y sin ingerir ni una gota de alcohol! La ebriedad tiene muchos matices, muchos significados. Puedes estar completamente ebria de pasión, por ejemplo, pues cuando la pasión te empuja no hay modo de pararla. Es lo mismo que un volcán que se desborda, lo mismo que la lava deslizándose inexorable. Por mucho que tú corras, la lava de la pasión te alcanzará, apoderándose de ti y dibujando de colorines todo a su paso.
Esto es una manera de exagerar, pero esa pasión tontorrona es bonita porque pareces más viva y da la impresión de que tu cuerpo ha rejuvenecido por lo menos tanto como ese chorvo al que has echado el ojo. Y ya eres indestructible a todos los ataques del tiempo contra tu cuerpo y tu mente, al menos mientras dura la borrachera.
Pero hay otra ebriedad que me apasiona más todavía que estas pasiones efímeras. Es la ebriedad de la creación, la concentración que me ausenta del mundo mientras escribo, y aún mientras leo. Esta ebriedad me hace indestructible, me hace total y me hace presente también. Es un poco contradictoria, pero es la ebriedad de dios. Dios nació así, de un poema, del Cantar de los cantares. No sé si me explico.
Claro que la ebriedad a tope es un poco jodida. Ocurre que, además de inventarte a dios cuando estás borracha, también el cuerpo se agota, el pulso se acelera y puedes acabar con un estrés que te cagas y te puede dar hasta un ataque al corazón y quedarte tiesa.

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