Una extraña pareja

Isabel
Una vez, una pareja de jóvenes me auxiliaron cuando me caí de la silla en un semáforo. Me hice tan amiga de los dos, eran testigos de Jehová, que todos los domingos me iba con ellos al culto, hiciera frío o calor.
La mayoría de jóvenes son así de sanos y buenos: si te tienen que hacer un favor, te lo hacen. Por ejemplo, te ayudan a cruzar la calle cuando te ven agobiada con la silla. Sin embargo, los hay que no te hacen ni ése ni ningún otro favor, sino que te ignoran y te echan tierra encima, y la que se queda de piedra eres tú. Me da mucha rabia que algunos te miren por encima del hombro. Son tan vagos que no mueven un dedo para ayudarte, cuando vas en tu silla de ruedas. En vez de eso, te echan la mano al cuello.
La pareja de testigos de Jehová era muy simpática. Ella era muy cariñosa y él muy correcto. Ella tenía el pelo rizado y con melena y usaba gafas. Era muy alta y delgada. Él era fuerte y moreno, con el pelo ondulado, y cojeaba un poco.
Decían que su lema era “paz, amor y felicidad”, que eso era lo que decía Jehová. Esto de acompañarlos al culto duró muy poco tiempo, porque veía que me metía en un pozo sin fondo. Dejé de ir, pero echaba de menos a la pareja. Los testigos no paraban de hablar y eso me mareaba, debido a mi enfermedad. El chico, la verdad, también parecía un poco loro.
Dejé de ir al culto porque no me sentaba bien. Duraba demasiado y, cuando llegaba a mi casa, caía en un sueño tan profundo que al día siguiente, cuando me despertaba, siempre era lo mismo, un convencimiento de que todo lo de los testigos de Jehová era muy impráctico para mí.
Pasó el tiempo y un día llamaron a la puerta. Bajé las escaleras con mi rampa eléctrica, abrí el portal y me encontré a mis amigos. Cada uno me dio dos besos y les invité a café, cosa que no me rechazaron. Yo tomé un vaso de zumo de naranja.
Cuando terminaron de beber el café, se fueron y los acompañé a la puerta. Regresé a la cocina y mi sorpresa fue mayúscula: sobre la mesa estaban las escrituras de un nuevo piso de veintiocho metros cuadrados ¡a mi nombre!
Empecé a suavizar mis conceptos sobres los testigos, pues comenzaban a realizarse mis postergados sueños de independencia de una forma casi milagrosa. De otra manera, hubiese tenido que irme a vivir con mis padres o a una residencia.
Y comencé una nueva vida, ahora sin alquiler. La única persona que pude conseguir para asistirme (subirme y bajarme de la silla, ponerme al servicio, etc.) fue un baloncestista yugoslavo que medía dos metros veinte.
Poco a poco fui dándome cuenta de que el piso era como una manzana envenenada: la comunidad, el seguro, la luz y el agua, el gas, etc, todo eran gastos. La falta de adaptaciones del edificio y del barrio las suplía de maravilla mi asistente, pero a partir de la puerta, lo mejor que podía hacer era lanzarme desde la marca de los tres puntos. De otro modo corríamos el riesgo de destruir las paredes con sus codazos o el techo con su cabeza.
Harta de deudas y disgustos, un domingo llevé las escrituras del piso a los testigos, para devolvérselas y agradecerles a mis amigos el detalle. Pero ellos hacía mucho que no iban por allí, pues la crisis los había retirado del negocio inmobiliario. Los fraudes que habían hecho a sus propios amigos los habían obligado a iniciar una nueva vida como promotores turísticos en el caribe.
Y ahora, a la sombra de las palmeras no sentían las limitaciones de los veintiocho metros cuadrados que tuvieron a bien regalarme. Se dedicaban a la tarea de hacer realidad su lema: “paz, amor y felicidad”.

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