El asesino del ajedrez

Fonso
De pelo rubio y ojos azules, complexión fuerte, había sido un hombre guapo. Estaba casado con una rubia que también había tenido un cuerpo maravilloso, el pelo largo que recogía en trenzas, los ojos verdes y la nariz pequeñita, y unos labios reventones que habían sido la envidia de sus amigas.
Pero eso fue en otro tiempo. Ahora Ramón es un gordo –Gordo le llaman, pero en realidad es un obeso– que suele caminar con las manos metidas en los bolsillos. Si miras un poco descubres que en la derecha le falta el dedo corazón. Lo perdió cuando trabajaba en una serrería.
En realidad, a estas alturas de su vida ya lo había perdido casi todo. Lo único que le quedaba más suyo era la manía, más bien una obsesión, por el ajedrez. Desde niño se había interesado. Fue capaz de aprender los movimientos de las piezas sólo con ver como jugaban los mayores en el salón de juego Casa Galindo, un local abierto a diario en su barrio.
Pasó el tiempo y cada día que iba al salón acababa jugando. No era bueno y daba la impresión de que no le importaba mucho perder, pero realmente le causaba una gran desilusión. Tanto le fueron obsesionando sus derrotas que terminó por desconectar de la realidad y creerse invencible. Ningún ser creado le podría ganar, se decía.
Y recordaba con placer cuando su padre, bastante severo, que gustaba que su hijo fuese siempre el primero en el juego, le castigaba e incluso le pegaba cuando algún chico le había ganado. Su padre siempre le influyó mucho en su vida, estas cosas le quedaron gravadas en su mente para siempre.
Fueron tantos los palos que le dio su padre y tantas sus derrotas ante el tablero que la depresión siempre le ha rondado. Su mujer de labios reventones, que le conoce bien, le buscó un buen psicólogo, también económico, pues nunca anduvieron sobrados.
Y Ramón empezó a visitar su consulta, que para lo único que le sirvió fue para comenzar a engordar. A pesar de sus consejos y de sus pastillas, su mente se resistía a disciplinarse, obsesionándose cada vez más con sus derrotas, hasta el punto de llegar a tener delirios de asesinatos.
Pasaba tantas horas delante del tablero que se le iba el santo al cielo y los pensamientos al infierno. Hasta que llegó el día en que se enfrentó a Lucas Oibarro.
–Gordo, vamos a echar un partida –invitó Lucas, que se encontró a Ramón en un mesa esquinera, absorto ante el tablero y con una cocacola a medio beber.
–Siéntate y empecemos de una vez –ordenó Ramón.
Se sentaron uno frente al otro y comenzó la partida. Ramón movía las blancas, pero el juego no se alargó más allá de veinte movimientos. Para entonces Lucas ya le había preparado el jaque mate.
Se levantó Lucas eufórico por haber ganado y se quedó el Gordo Ramón como lo había encontrado, ensimismado en el tablero. Ahora analizaba una partida real, la que terminaba de perder. Después de varias horas, se fue. Pero se fue a buscar a Lucas. Estos fueron los primeros pasos de Ramón camino del infierno, pero no le llevaron a ningún lugar. Todavía no.
Al día siguiente por la tarde, en el salón de juegos Casa Galindo se le vio a Ramón muy alegre. En la barra se encontró con Eugenio Salazar, otro conocido de la vecindad que estaba tomándose una cerveza y picando unas patatas fritas.
–Tengo ganas de echarme una partida al ajedrez contigo –propuso Ramón.
–¿Cuánto estás dispuesto a jugarte?
–Lo que quieras –era fin de mes y Ramón había cobrado.
Y señalándole una mesa, se dirigieron a ella para comenzar la partida. Jugaban una cantidad fuerte de dinero.
Al principio, parecía que la partida se decantaría a favor del Gordo, pero un error en el movimiento de su reina le dio una ventaja definitiva a Salazar. Y lo peor es que tuvo que pagar la apuesta.
Como siempre, Ramón se quedó ante el tablero repasando las jugadas y los fallos más evidentes. Pero Eugenio Salazar, al verlo, se echo a reír, burlándose y dándose importancia por su triunfo. Con eso firmó su sentencia de muerte.
De madrugada y en el coche, el Gordo Ramón se acercó al domicilio de Eugenio. Hizo sonar el timbre de la puerta y Eugenio, que estaba sentado muy cómodamente en el sillón frente al televisor, se llevó el primer susto: ¿Quién llamará a estas horas?. Miró por el chivato de la mirilla y vio que se trataba del Gordo. Pensó que vendría a comentar algo de la partida y le abrió la puerta.
–¿A qué leches vienes a estas horas, Gordo?
–He estado repasando la partida y he llegado a la conclusión de que me hiciste trampas –contestó el Gordo Ramón, muy serio.
–¡Vete al pedo! Te gané muy justamente, que eres muy malo –y Eugenio le volvió la espalda al Gordo para irse al salón por su vaso de ginebra, y todavía invitó– ¿Quieres una copa?
Echó el Gordo Ramón la mano al bolsillo derecho del pantalón y sacó una navaja automática. No vaciló mucho, se lanzó sobre Eugenio y le asestó varias puñaladas por la espalda.
Eugenio cayó redondo al suelo con la camisa ensangrentada, ya sin vida. Y sobre el parquet del salón, al lado del cadáver, la policía encontraría un tablero con los dos alfiles y una torre dándole jaque mate al rey negro. Y en el espejo del cuarto de baño, escritas con sangre estas palabras: jaque mate.
Pero esto fue unos pocos días después, que una vecina descubrió el cadáver por el mal olor que salía del piso de Eugenio. Entre los muchos detalles del escenario del crimen, no pasó desapercibida a la policía esta curiosidad, que el tablero llevara impresas las iniciales C.G. Y por ahí comenzaron a buscar al asesino, por sus iniciales.
Entre tanto, el Gordo Ramón continuaba visitando Casa Galindo a diario. Y cada tarde se ensimismaba ante un tablero de ajedrez. Todos le conocían, pero pocos le retaban, el Gordo se había hecho un aburrido.
Pero a la semana justa de lo de Eugenio Salazar, fue el catalán José García, que vivía en un chalet un poco apartado con su familia, quien retó al Gordo a una partida.
–Tengo ganas de ganar algo esta tarde –dijo José García al Gordo, para convencerlo.
–Mal empiezas –advirtió sinceramente el Gordo Ramón.
Ocuparon la mesa del centro del salón y la partida se alargó hasta casi las seis horas. Pero al final quien ganó fue José García, el catalán, y el Gordo Ramón volvió a quedarse ante el tablero, analizando.
La decisión fue que lo mataría al día siguiente, domingo.
El catalán estaba dando una vuelta con su caballo y su mujer acababa de irse con el coche en dirección al pueblo. El Gordo observaba desde enfrente del chalet, entre unos chopos, y decidió que había llegado el momento de intervenir.
Cuando la víctima dejó atado al caballo en la cuadra y se disponía a salir, vio la silueta de su asesino recortada al contraluz en la puerta de los establos. La víctima se acercó a saludar al Gordo con la mano tendida, pero este, con la misma navaja automática que solía llevar en el bolsillo derecho del pantalón, consiguió asestarle cuatro puñaladas antes de que el otro reaccionara.
–¿Pero qué haces? –fue todo lo que se le ocurrió preguntar a su verdugo
Y cayó muerto, con el suéter lleno de sangre.
Sobre el suelo salpicado de sangre y junto al cadáver, la policía encontró un tablero de ajedrez con las figuras del caballo y la reina dando jaque mate al rey negro, y escritas en la puerta de la cuadra las palabras fatales, jaque mate. Tampoco esta vez se le pasaron por alto al comisario las letras grabadas en el tablero: C.G.
–Se trata del mismo asesino –concluyó– ¿Pero quién será el maldito C.G.?
Habían repasado todas las fichas policiales, pero no figuraba ningún asesino con estas iniciales, operativo en la región en los días de autos.
Volvía el comisario en el coche patrulla, camino de la comisaría, cuando reparó, obsesionado como estaba con las iniciales del asesino, en el luminoso encima de un local: Casa Galindo, y escrito en las lunas: Salón de juegos. Lo primero que le llamó la atención, todo hay que decirlo, fue la coincidencia de las iniciales C.G.
Fue más tarde cuando observó que allí también se jugaba al ajedrez, al interrogar al dueño del local, al Galindo. Sí, y todo los tableros de la casa tenían grabadas las mismas iniciales: C.G.
–Para llegar al final del caso, no hay como seguir la pista –dijo muy satisfecho de sí mismo el comisario, y continuó con el interrogatorio– ¿Quién juega al ajedrez en tu local?
Con la lista de jugadores en su bolsillo, sabía que estaba a un paso de resolver el caso.
Al Gordo Ramón lo encontró el comisario en su casa, tomando una cerveza y cortando una tapita de jamón con la misma automática con la que atacaba a sus víctimas. La rubia de labios reventones había salido de casa por más cerveza.
–Me vas a tener que dar esa navaja –ordenó el comisario.
Obedeció el Gordo, convencido de que el comisario querría cortarse otra tapita del jamón. Pero la cerró, la metió en un bolsa y se la llevó.
–Si sé que anda en esas, no se la doy –dijo sinceramente el Gordo Ramón.
El análisis del arma dio los resultados esperados: el ADN de las sangres encontradas en el mango de la navaja coincidía con el de las víctimas. No había duda, era el arma asesina.
Y de ahí a imputar al Gordo ya no había más que un paso.
–Está hecho el trabajo –se felicitó el comisario ante los inspectores.

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