Leandro V

Víctor y adredista 0
Le pusieron de nombre Leandro para que nunca olvidase a su estirpe, a la estirpe de los Leandros, una familia de tenderos de toda la vida. El tatarabuelo Leandro abrió la tienda el infausto año del desastre colonial de 1898. Su proyecto inicial había sido abrir una tienda de ultramarinos, pero España se había quedado sin colonias, el sector se había desestabilizado, y el primer Leandro cambió el azúcar por los textiles, un comercio de más futuro y que iniciaba su despegue impulsado por las primeras fábricas de paños en Béjar, amen las de Cataluña, ya consolidadas.
Ha caído de todo desde entonces sobre el suelo patrio, o sea, sobre Algüera, tanto que el Leandro V del que trata esta crónica, casado con Paula Redondo y tataranieto del prototendero Leandro antes aludido, fundador del negocio familiar, no pierde ocasión para relacionar su nombre Leandro con la inmortalidad.
–Más bien se traduce tu nombre como hombre de la masa del pueblo –le corrige don Rufino, profesor de Sociales.
Pero son demasiados leandros en los libros de asiento del negocio familiar para que tanta historia no deje su huella en el ánimo, nunca heroico, de un tendero extremeño.
–La inmortalidad da muchas puñaladas, es lo que tiene –razona muy sesudo Leandro V, pero su mujer lo escucha, que no suele ocurrir, pues Paula se dedica a vender más que a lamentarse.
–¿Pero de qué te quejas, Leandro, hombre de dios? –Paula hace tiempo que perdió el respeto a los inmortales leandros.
–Hombre del pueblo, si no me falla la memoria –corrige don Rufino otra vez, pero ahora a la mujer.
–Conozco a demasiados sinvergüenzas, a los hijos, a los padres, a los abuelos. Y sobre todo a Juan, el del bar, que se ha acostumbrado a estrenar pantalones a mi costa –se explica Leandro V, que tiene barruntos de cornudo, pero sólo barruntos, y en Juan recaen todas sus sospechas.
–La cuenta de Juan la llevo yo y la llevo muy bien, no me calientes más –le corta Paula.
–Pues otra cuenta como la suya y tendremos que cerrar este negocio centenario.
–Si acaso, será tu cara de triste lo que nos arruina, que aleja a los clientes.
Cuando su mujer utiliza argumentos ad hominem de este tenor, Leandro V calla y rumia su rencor. Hasta que deja caer su próximo barrunto:
–Ser inmortal no es ninguna alegría, se conoce a demasiados sinvergüenzas.
Pero ya no está don Rufino para corregir y esta vez Paula ni lo ha oído, pues está atendiendo a la hija del médico, que quiere unas braguitas.

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