Roche

Sebas
Recuerdo todavía con mucha nostalgia la figura menuda y graciosa de mi abuelo, siempre vestido con su traje marrón raído y descolorido por el uso y el tiempo, y siempre apoyando su brazo en un desgastado bastón que él mismo había confeccionado y tallado.
¡Qué veladas tan maravillosas pasábamos en las frías noches de invierno al amor de la lumbre! Mi abuelo contaba historias asombrosas y yo escuchaba de vez en cuando, por encima de su voz, el canto del búho, el ladrido del zorro o el aullido del lobo, causándome a veces inquietud y un poco de miedo.
De todas las historias que contaba, una de las que más me gustó siempre fue la del bandolero Roche. Roche vivió por un tiempo, hasta su muerte, en aquellos frondosos bosques y áridas tierras. Por lo que mi abuelo me detallaba, no creo que su estancia allí fuera muy cómoda.
Roche no era un bandolero al uso, de los que conocemos por sus leyendas y andanzas en tierras andaluzas. Roche había sido un político que, por discrepancias con la monarquía reinante en aquellos tiempos, tuvo que echarse al monte. Nunca fue un salteador de caminos y nunca nos robó nada. A pesar de su poderosa e imponente figura, era fuerte como un toro, nunca fue un violento ni con las armas ni con los puños, excepto con aquellos que lo perseguían, sus apoyos y sus jefes.
Mi abuelo era un muchacho de unos 20 años cuando conoció y entabló amistad con este personaje. Me contaba que era tremendamente astuto y precavido. Sabía caminar por la naturaleza sin dejarse ver.
Cuando mi abuelo se encontraba con el ganado en el campo, o labrando una finca con los bueyes, y Roche quería hablar con él, bien para mantener una comunicativa charla de cualquier cosa, bien por recabar informaciones, aunque en aquellos tiempos y a la aldea llegaban las noticias muy de tarde en tarde, se pasaba media hora escudriñando sin ser visto los alrededores. Y ya cuando se había asegurado de que no había moros en la costa, con mucho sigilo se acercaba hasta mi abuelo.
Decía mi abuelo que algunas veces era sorprendido por la espalda por Roche y que se llevaba un gran sobresalto, pues ya dije que este individuo era alto y fuerte, con poblados cabellos y barba larga. Siempre iba vestido con pantalón de pana y chaqueta militar con las insignias de capitán, y calzaba unas botas hasta la rodilla de color negro desgastado. Como complementos, la escopeta de dos cañones, una canana repleta de cartuchos con bala y un cinturón del que colgaban un enorme cuchillo y un revólver. Si no hubiera sido por la amistad que tenían, estoy seguro de que mi abuelo hubiera salido corriendo nada más verlo.
Contaban los habitantes de la aldea –hay que señalar que para ellos Roche era un ídolo romántico, como siempre han sido para el pueblo llano los bandoleros de todas las épocas, quizá porque estos hacían lo que el pueblo no podía, enfrentarse a los ricos, a los poderosos y a la justicia corrupta – contaban que Roche vivía cada día en un sitio distinto, pero que donde con más frecuencia pasaba las noches era en casa de una pastora joven y hermosa, que vivía sola en la cima de una montaña con su rebaño y sus perros. Y aventuraban que tenían relaciones.

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