Pinceladas de mi aldea

Sebas
Me despertó aquella madrugada, como tantas otras, la algarabía formada por el canto de los gallos. Poco después, cuando los kikirikís amainaron, volví a quedarme dormido.
A las 8 de la mañana vino a llamarme mi madre. No tenía que hacer nada, pero según el criterio de mi abuelo, los niños teníamos que madrugar para ser buenos trabajadores de mayores. ¡Mi abuelo! Con su diminuta figura encorvada y sus 80 años a la espalda, ¡qué grande era!
Desayuné rápido y me dispuse a dar un paseo con Tarzán. Tarzán era un perro mestizo, de pelaje blanco y negro, era listo y rápido como el rayo. A la salida de la casa, Tarzán se acercó a mí haciéndome caricias, dando saltos y ladridos. Siempre me admiraban las hilachas de humo que salían de todas las chimeneas de las casas de la aldea.
Empezamos a caminar por las callecitas. La verdad es que era una gozada contemplar las casitas blancas, con sus ventanas y parterres llenos de flores.
Las mujeres con sus atuendos negros y sus mandiles de rayas se afanaban en la tareas domésticas. Los hombres hacía tiempo que habían marchado a trabajar al campo. Al pasar por la puerta de la tía Francisca le di una patada a un bote, con tan mala fortuna que le dio a la tía Francisca en la espalda. Ella me respondió con un par de escobazos.
Después de los escobazos, inicié la bajada del camino que separa la aldea del riachuelo. Al pasar por los corrales vi a la tía Rufa, como siempre, hablando con las cabras. La tía Rufa era una mujer alta, delgada, siempre peinada con un moño y vestida con un pantalón con peto. Los mayores decían que lo único que tenía eran las cabras y que hasta incluso dormía con ellas en el cobertizo del corral.
Al pasar por los pozos, vi al tío Andrés, con su pipa en la boca y su raído traje de pana custodiando los pozos, para que nadie  abusara del consumo del agua.
Más abajo, en los aljibes de agua salobre, estaba Carmela haciendo ostentación de sus rollizos muslos y poderosos pectorales. Los mozos de la aldea decían que era fácil de llevar a los maizales.
Encaramada en lo más alto de la higuera de los aljibes estaba Jacinta, con sus cánticos llamaba nuestra atención para que la viéramos. Jacinta era una oropéndola que yo había adoptado de pequeña, al caerse del nido de sus padres. Decían que era muy difícil de criar, pero yo dándole patatas y garbanzos del cocido, trozos de pan y chocolate, la crié.
Llegamos a las huertas, ¡qué vergel! Una maravilla que extasiaba los sentidos. Allí, de unos matorrales salió Mateo, el gato de Aurora. Trazan, al verlo, salió corriendo detrás de él como una exhalación, ¡no se por qué se tenían tanto odio! El caso es que, cada vez que lo veía, había una persecución implacable.
Cogimos el camino de la ribera derecha del riachuelo y cuando ya habíamos andado un buen trecho, los pelos empezaron a ponérseme de punta: estábamos llegando a la Cueva de la encantada. El nombre era por una historia que me había contado mi abuela, esa mujer alta y espigada, sempiternamente vestida de negro.
Según ella, en la cueva vivía una mujer bellísima, encantada en un lagarto, que cada cinco años recobraba su forma de mujer y salía a la puerta de la cueva y con un peine de oro en una mano peinaba su larga cabellera rubia. En la otra mano tenía un reloj de oro. Si te veía, te preguntaba: “¿Quién es más listo, el reloj o el peine?” Si contestabas que el reloj, decía: “Por listo que eres, me has encantado otros cinco años más”. Si contestabas que el peine, decía: “Por tonto, te quedas encantado tú otros cinco años”. La verdad es que mi abuela con esta historia me metió el miedo en el cuerpo y jamás entré allí. Hasta que no me alejé un buen trecho de la cueva no respiré aliviado.
Por fin llegamos al prado y aquello era otra maravilla, con su variedad de plantas y la gran policromía de flores. Había cientos de mariposas de todos los tamaños y colores, podía cogerlas, y ellas se subían por todo mi cuerpo, como acariciándome. Tarzán y yo jugábamos mucho con ellas. Eso, cuando Tarzán no andaba persiguiendo a los conejos del prado. La gente decía que yo embrujaba a las mariposas. Y la verdad es que hacía con ellas lo que quería.
Después de bastante tiempo en el prado, decidimos regresar a la aldea. Tuvimos suerte, pasaba por allí el tío Federico y nos invitó a montar con él en su borrico. Lo acercó a una piedra alta y desde ella, de un salto, me puse a horcajadas encima del borrico. Me preguntó el tío Federico que si quería que le diéramos al borrico un pique. Yo le contesté que sí, y enseguida le dio con la punta del ramal en las ancas, saliendo disparados por el camino adelante. Íbamos disfrutando ni se sabe. Y Tarzán, ladrando.
Al pasar por las eras me baje de un salto. Me fui con los trilladores para ver si me dejaban dar una vuelta con el trillo. Ellos me acogieron con mucha simpatía y agrado, y enseguida me dejaron un trillo. Cogí las riendas de las mulas y empecé a girar, dando vueltas con el trillo por encima de la parva. A mis siete años era un experto trillador, y es que en aquella época los niños madurábamos muy pronto.
¡Qué espectáculo eran las eras! Con sus grandes hacinas de haces de cereal, dorado, y los trilladores con su sombrero de paja encasquetado hasta las orejas, y con sus grandes horcas volviendo la parva y cantando alegremente.
Así iba pasando la mañana. A mí se me hacía ya la hora de la comida y me fui acercando a casa, porque si no, la que me montaría mi madre no iba a ser pequeña.
Por la tarde salí un rato a coger cigarras y saltamontes para los perdigones, tenía que volver pronto, porque teníamos que llevar la merienda a los segadores. Cuando llegué a casa, mi madre y mi abuela ya me estaban esperando, tenían preparado un gran canasto repleto de salchichones, chorizos, torreznos, jamón y unos tomates y pepinos recién cogidos por la mañana en las huertas.
Cogimos el canasto y nos dispusimos mi madre mi abuela y yo, acompañados por Trazan, a partir al bancal de los Pinos, que era donde los segadores tenían el tajo.
Cogimos el camino de la ribera, que era todo un espectáculo, estaba bordeado por retamas plagadas de su flor amarilla y de escaramujos con flores blancas. Mi madre decía que  eran como el oro y la nieve. Mi madre era joven, alegre y divertida. Al pasar por la morera del tío Agustín vimos a Jacinta que, como siempre, estaba encaramada en la copa y tenía el buche repleto de moras. Y cantaba para llamar nuestra atención.
Después de caminar un buen rato entre aquéllas maravillas, avistamos a lo lejos a los segadores. Ellos también nos vieron a nosotros y empezaron a saludarnos con una gran alegría. Llegamos al bancal y nos recibieron con gran alboroto. Aquellos hombres, curtidos por el sol y la intemperie, fuertes y resistentes, entregados a aquella labor dura y abnegada, ya tenían ganas de hincarle el diente a todas aquellas sabrosas viandas.
Por un momento dejaron el tajo. Y uno de ellos, en unas matas de trigo que habían quedado sin segar en medio del bancal, las apartó con la punta de la hoz y me mostró un nido de perdiz. Para mí era todo un espectáculo que me dejó embelesado, allí había un montón de huevos de color azulado con pintas rojas, que era una maravilla contemplarlos.
Aquel momento, con el calorcito de la tarde, el olor a trigo maduro, a mejorana, espliego, tomillo, flor de retamas, pino, sabina y tantas y tantas plantas que yo ni conocía, estaba cargado de una gran sensualidad.
Cuando cayó la noche, nos dispusimos a regresar a la aldea. Montamos en la galera. Mi padre, mi madre y mi abuela iban delante en el pescante, los segadores y yo íbamos montados en la caja. Mi padre conducía las mulas con gran destreza. También era joven, fuerte y valiente, acostumbrado a los avatares de la vida.
Por el camino, mi padre se arrancó a cantar por flamenco. ¡Cantaba muy bien! Tanto que, cuando él cantaba, toda la gente que había por los campos se paraba a escucharlo.
Después de cenar, nos salimos a la calle a tomar el fresco. Los hombres fumaban y hablaban de la guerra y de la mili, como siempre. Las mujeres, de sus faenas y sus primores con la confección y los bordados. Yo miraba las incontables y fascinantes estrellas, en aquella edad no imaginaba la inmensidad del universo, contemplaba el vuelo de las luciérnagas con sus linternas mágicas y escuchaba el canto de los grillos.
Poco a poco me fue entrando sueño. Mi madre decía que había venido el tío de la arena y que me había echado un puñado en los ojos para que me durmiera, por lo que me dispuse a irme a la cama. Al pasar por el porche, oí a Jacinta en el nido abandonado de las golondrinas, dándome las buenas noches a su manera.
Hoy, al recordar todo esto, siento una gran congoja y nostalgia y comprendo lo feliz que era entonces, cuando no tenía nada que hacer y estaba protegido por lo demás.

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