Roberto


Adredista 2
No me explico mis lágrimas cuando enterraban a Roberto. La verdad es que no sentía ninguna pena, quizá una ligera nostalgia de los tiempos de noviazgo, cuando me amaba más que a la bebida. Después pasé del amor a la indiferencia. De aquí, a no soportarle, para luego caer en un odio seco y profundo.
Roberto ya no está, el tirano ha desaparecido, la cirrosis se lo ha llevado, y con él, mas de cuarenta años de sufrimientos. Soy libre de entrar o salir de casa cuando me parezca, podré dormir sin sobresaltos, ir a la peluquería sin darle explicaciones y comprarme algún capricho sin suplicarle su dinero. A nadie debo dar cuenta de mis actos. Solo a mi hija, si me parece, que ella sabe comprenderme, juntas nos hemos tragado muchas lágrimas.
Mi vida tiene grietas muy profundas, como las casas destartaladas que se ven desde mi ventana. Los vecinos se marcharon para la ciudad hace mucho. Y los lagartos, que en verano subían veloces por los muros derruidos, no alcanzo a verlos. La única nota de color está en el almendro, que viene anunciando, presuroso, la primavera.
Todo mi entorno me parece viejo y caduco. Mis escasas amigas me han ido dejando: Pura y Antonia han muerto, Rosa está en una residencia, solo me queda Adela, pero ella tiene a Paco –otro de la misma cuerda que Roberto– que no le gusta que hable conmigo.
El sonido del timbre de la puerta me sobresalta ¿Qué tendrá ese artilugio que me aterra? ¿Quizá porque piense que él pueda presentarse aún?
Es mi hija Amparo que, sin dejarme respirar, me zarandea.
–¡Mamá, tengo que decirte algo maravilloso! ¡Vas a tener tu primer nieto! ¡El médico me ha dicho que será un niño!
La noticia –dos veces frustrada por palizas que ella sentía como propias– me hubiera hecho caer al suelo, de no estar apoyada en su hombro. Y me repite:
–Mamá, voy a ser madre y tú, abuela, ¡la abuela más buena y más cariñosa del mundo!
A través de los cristales del salón, testigo mudo de tantas noches en blanco, observo con curiosidad el paisaje de siempre como si fuera la primera vez. En la zona umbría del muro veo una suave mancha de verdín, que parece surgida de pronto. El almendro me saluda en cientos de sonrisas blancas.
Mi hija a mi lado calla, sonríe y llora. Cogidas de las manos me dice:
–¡Mamá! Hemos pensado Alfredo y yo que seas tú la que elijas el nombre del niño.
A veces tengo reacciones que no comprendo. De no ser así, ¿cómo se explican mis lagrimas en el momento de mi liberación? ¿Y cómo puede ser que en la paz de un hogar, ahora sin violencias, se haya escapado de mis labios un nombre cien veces maldito?
–¡Roberto! Así es, hija mía, como quiero que se llame mi nieto.

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