Desaparecidos

Carmen
Los primeros brotes de la primavera alegraban aquel sórdido y triste orfanato y el sol ya regalaba esta mañana un poco de luz sobre las pequeñas ventanas.
A pesar de que los educandos debían despertar a la primera llamada so pena de probar una rígida estaca, Remedios remoloneaba. Tenía demasiada alegría, pues había recibido una carta romántica de Vicente, el chico moreno de ojos azules, con bucles rizados y muy negros y muy brillantes, que tanto le gustaba. Le decía que quería ser su novio y si podían verse alguna vez. Pero había otra cosa.
Ahora, acurrucada bajo la manta y soñando con él, le importaba un cuerno la lista de los reyes godos o la tabla de multiplicar que el maestro Saturnino obligaba a memorizar a golpes. Pero había otra cosa que le impedía saltar de la cama.
Al fin pudo hacerlo, no había más remedio.
–¡Qué suerte tienes! –dijo su amiga Laura, una vez levantadas las dos, ya camino de la capilla–. Cómo me gustaría tener novio como tú.
–Pero esta noche me vino la primera regla, ¿qué hago? –preguntó Remedios, entre divertida y asustada.
–Habla con la cocinera Ana, ella te dará algún paño, es la única gente maja de aquí. Esconde ese papel, si te ve la carta la bruja de sor Venancia no me quiero figurar lo que te ocurrirá.
Advertida quedaba Remedios.
Sor Venancia era una generala tremenda, que tuvo un desengaño amoroso en su juventud y ahora le molestaba que otros se enamorasen.
–Escápate rápido por el patio de los pequeños y a ver si le puedes ver –aún se atrevían a conspirar.
Durante unos días guardó bien la carta, pero un día sor Venancia se la encontró.
–¿Qué llevas en el babi?
–No, nada, hermana.
Sor Venancia la registró.
–¿Qué guarrería es ésta? Te puedes quedar embarazada tú, a tus años.
–No, sólo es una carta, hermana –dijo llorando Reme.
–Un mes al cuarto oscuro.
–No, no, hermana, por favor.
Pasó un mes y salió, pero Vicente ya no estaba. Y pasaron seis meses y Reme seguía en aquel antro como sonámbula: apenas jugaba, malamente podía seguir la labor de costura y había perdido el trazo firme en su caligrafía. El médico y las hermanas empezaron a hablar de trastorno depresivo, o bipolar o brote esquizofrénico, y la encerraron en un psiquiátrico.
Hasta que un día en semejante lugar, aún más triste que el orfanato, y después de mucho, mucho tiempo, vio a Vicente.
–¿Qué haces tú aquí, mi niño?
–No lo sé, me han traído muy colgado. No tengo a nadie y las drogas son muy carras. Nadie quiere saber de mí.
–Lo mismo me pasa a mí, estorbaba un montón a todo el mundo. Pero te he encontrado y ya nunca estaré sola –dijo Reme, era la primera vez que alguien la veía sonreír.
–¿Sabes una cosa? –confesó Vicente, moreno de bucles rizados– En todos estos años, desde que te fuiste del orfelinato, nunca he dejado de pensar en ti.

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