Pobreza


Carmen

Laura, la hija de un modesto taxista de Parla, conoció a Luis porque los cojos nos vemos y nos miramos, o sea, en un encuentro fortuito en mercado. Luis era un afortunado, su familia tenía pasta y, aunque hablaba con mucha dificultad debido a su parálisis, con la boca muy cerrada, podía andar, no usaba silla, y además había podido estudiar y terminó Farmacia, la carrera de las 3 emes: mujeres, homos y minusválidos. Laura, sin embargo, no había salido del circuito de colegios y gimnasios para niños especiales y no había pasado en su educación del sentido común y del punto de cruz.
Luis se aficionó a empujar la silla de Laura y comenzaron a pasear juntos. Él la servía de conductor y ella le servía de traductora, se compenetraban muy bien. A partir de entonces Laura empezó a teñirse su hermoso pelo negro y a poner más ilusión en sus labores de punto y en sus alfombras y tapices.
–Luis, ¿quieres que vayamos al cine otra vez? Echan una película muy cursi en el barrio, de las que a ti te gustan.
–No, no puedo, tengo que preparar las oposiciones.
Quería meterse en los servicios sanitarios del ayuntamiento de Madrid.
–¡Vaya disculpa! –contestó Laura– ¿No será que tu madre te reprocha que salgas conmigo, la hija ignorante del taxista?
–No, no es eso, de verdad –protestaba Luis.
Pero sí era eso. Para Luis, su familia lo era todo. “Me debo a mi familia”, decía a veces.
Pasó un años y no pasaba nada en su relación, aunque las tensiones las sufría Luis más que Laura, hasta el extremo de que, añadidos estos disgustos a los esfuerzos por sacar la oposición, Luis comenzó a perder pie y la familia lo internó en una clínica psiquiátrica.
Pero Luis no mejoraba.
Hasta que la madre del chico, tan estirada ella, tan rica, rogó a Laura que fuese a ver a su hijo, que tenía su permiso. Y Laura comenzó a visitar a Luis y, desde entonces, su chico está recuperando la sonrisa y las ganas de vivir.
–Es lo que tiene la pobreza –se ríe Luis de su madre–, que es tan contagiosa.


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