Sentada del 12 de julio de 2012


LA SOLEDAD
Alfonso
Mi corazón embarranca a menudo en esa soledad triste y oscura que lo llena e inunda todo.
Soledad sentí en mi adolescencia, cuando viví el fatal momento en que mi madre fallecía, siendo aún joven.
Desde entonces, esta oscura e inmensa soledad me acompaña con frecuencia, la llevo dentro de mi corazón.
La soledad me coge como un sentimiento piadoso, y poco a poco se pega a mi alma.
Y se me manifiesta a veces como una gran tristeza, y me hace sentir tan desgraciado, tan despojado de este mundo insólito y único, que me aparta de todo como un apestado.
Así es como me siento ahora, vencido por la soledad.

EL HOMBRE QUE TENÍA PÁNICO A LAS CUESTAS
César
Edu, de pequeño, era muy arriesgado, no tenía miedo a nada. Hasta que una mañana de verano, iba con su monopatín muy confiado, era la cuesta abajo frente a su casa. Estaba cogiendo mucha velocidad y en el cruce no pudo parar. El coche que llegaba se lo llevó por delante.
Un niño se adapta bien a todos los cambios en su vida. Y Edu era un niño cuando tuvo el accidente que lo dejo para siempre en silla de ruedas. Consiguió adaptarse a su nueva vida con mucha facilidad y gran fuerza de voluntad.
Pero tenía un problema, el miedo a las cuestas. Era tal su miedo que lo paralizaba. Incluso no era capaz de enfrentarse siquiera a un rebaje de acera. No podía salir solo a la calle. Su madre, al principio, como se hace con las caballerías asustadizas, le tapaba los ojos cada vez que la acera se inclinaba un poco.
Pero aquel pánico no podía ser normal, por más que Edu hubiese tenido un accidente en la cuesta abajo de la calle de casa. Y se lo dijo al psicólogo del cole, que se tomó mucho interés. Trató a Edu durante un curso completo y el resultado no pudo ser más lamentable. Para entonces Edu ya no se atrevía ni a salir de casa, por más que su madre lo acompañaba siempre.
El problema es cada vez más peliagudo, pues falta a muchas clases por puro miedo. Aún así, como tiene mucha fuerza de voluntad, saca los cursos brillantemente. Al Instituto ya ni se acercaba, sólo para los exámenes. Pero era tan aplicado que saca las mejores notas. Y lo mismo en Selectividad, la mejor nota de Madrid.
Pero sigue asustado con las dichosas cuestas. Tiene 18 años, ha de decidir qué estudiar en la Universidad, pero no se atreve ni a salir de casa. Decide hacer Magisterio porque, en el fondo, nunca quiso alejarse del niño que tan traumáticamente dejó de ser una maldita mañana de verano en una cuesta. Y se matricula en la UNED.
–Qué pena que no estudies alguna ingeniería, tan buen estudiante como eres –se lamenta su padre.
Pero Edu sabe lo que quiere y continúa a lo suyo. Saca la carrera sin dificultad en dos años, o sea, hace dos cursos por año, lo contrario de sus compañeros. Pero el examen de las cuestas no lo consigue superar.
¿Qué hacer? Lo primero a lo que tiene que enfrentarse es a las prácticas en un colegio, al final del curso. Tiene que salir a la calle, tiene que salir a diario y tiene que subir y bajar muchas cuestas porque le ha tocado un cole de Lavapiés, en pleno Rastro de Madrid. El primer día lo acompaña su madre a la ida y a la vuelta. Pero, para asombro de su lazarillo, el segundo día Edu decide que irá solo. La madre no sale de su asombro.
Tanto es así que lo sigue de lejos, llegar hasta el metro, coger el ascensor, pasar los torniquetes, bajar al andén, volver a salir, una heroicidad entre las mil cuestas y trampas del barrio. ¿Qué ha podido ocurrir con mi hijo?, se pregunta la madre. Pero no tiene respuesta porque no se atrevió a entrar al cole donde su hijo hacía las prácticas.
Si hubiese entrado habría descubierto el misterio. A Edu le había tocado hacer las Prácticas en el aula de Patricia, una maestra cinco años mayor que él pero tan necesitada de amor como este crío que hacía las prácticas en su aula y que no había salido de casa desde que cumplió los diez o doce años. Patricia era normalita de cuerpo y exultante de alma. Su alegría se transmitía sin esfuerzo a todos los que estaban cerca.
Con Edu se produjo, sin embargo, un milagro. Patricia borró de su mente, con la sola sonrisa, todos sus miedos, sobre todo su pánico a las cuestas, que no era sino el miedo a crecer. Lo que experimentó Edu al descubrir la sonrisa de Patricia no tiene nombre. De pronto, en un minuto, había crecido hasta los veinte años. Aquella desgraciada mañana de verano del accidente quedaba ahora lejísimos. Era otro, ante la sonrisa de Patricia, Edu era otro, ni se reconocía a sí mismo.

MIS VECINOS
Víctor
Estrella me cae bien. Los jueves abre su puesto en el mercadillo del pueblo. Sólo vende ropa de mujer y por eso yo no le compro nada. Pero mi hermana Macarena sí lo hace. Estrella es un poco carera, pero tiene la ropa de buena calidad, siempre marcas legales.
A su marido, Antonio, le llaman el Pinocho. El nombre es muy sospechoso para un gitano, pero el caso es que Antonio vende y compra caballos y todavía nunca ha engañado a nadie.
Hablo de Estrella y de Antonio porque viven junto a mi casa, pared con pared, y somos amigos desde siempre. Tienen seis hijos y tiene que trajinar mucho para criarlos. La chica mayor es muy guapa, tiene ya más de dieciséis años. Los demás son todos unos chinorrillos.
La vida les va bien, ahora tienen tres coches, uno es un mercedes nuevo. La fragoneta, también mercedes, no la guardan ya en el pajar de casa: la dejan en la calle con los hierros del chiringo para los mercadillos.
Y los dos, Estrella y Antonio, cobran una paga asistencial, pues no tienen dados de alta ninguno de sus trapicheos.
–Pinocho –le dice José, el del bar– cuando hacienda reflote tu economía sumergida, no vas a tener nariz suficiente para pagar la multa.
–¡Pero qué dices, payo!, si yo no tengo nada, si hasta el mercedes es de mi tía, que está jubilada. A ti sí que te van a pillar, José, que no declaras el alquiler que les cobras a los rumanos por la casa de la carretera.
–No des voces, Antonio, no hace falta que se entere también la Guardia Civil de lo que hablamos –protesta el camarero.
–No te preocupes, José, que los civiles no se chivan, son buena gente, yo respondo de ellos, que soy gitano –contesta el Pinocho.
El Pinocho y la Estrella son los mejores vecinos que yo he tenido nunca.

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