MINIATURAS
/ XXXVIII
Iñaki
Alrededor
todo es duda,
pero
a mi alrededor la vida sigue
y
me sigue la vida
alrededor.
El
olvidado rincón
de
los poemas,
rincón
caliente,
rincón
implicado,
alegre,
feroz, amargo,
era
mi rincón.
Quiero
olvidar mis vicios,
quiero
olvidar mis cariños,
quiero
olvidar mi corazón.
No
sé si piensas,
no
sé si quieres,
dímelo,
si
no me quieres.
Una
guitarra sin cuerdas,
una
guitarra sin sonido,
una
guitarra olvidada
que
me transformó
en
puro cariño,
es
una mujer,
Elisa.
La
vida entra por los ojos.
Sin
ojos, es otra vida,
el
mundo se me agota.
Esperadme,
por
si algún día vuelvo.
¿Qué
color tiene
la
sinceridad?
Mi
palabra es clara,
escueta,
respetuosa,
¿pero
es sincera?
Voy
despacio
y
sin pausa:
ninguna
emoción.
DE
TAN TONTAS QUE SON
Víctor
Cristina
vive al otro lado de la plaza y ahora yo la veo mucho porque siempre
coincide con Macarena en el mercadillo del los jueves en la Avenida.
La conozco desde hace mucho, porque cogió la costumbre de acompañar
a mi hermana hasta casa y ayudarla con las bolsas cuando se cargaba
mucho. Porque Cristina vive con su marido, que es conserje en el
Ayuntamiento, no tienen hijos y nunca compra demasiadas cosas.
Cristina
está pendiente de la carga de bolsas de mi hermana porque son
amigas, pero también les echa una mano a los viejos, si los ve
apurados, no le importa. Mi hermana carga las bolsas en mi silla
eléctrica y así aligera peso.
Cuando
las dos vuelven del mercadillo no se despiden en la plaza. Cristina
nos acompaña a casa, cargada con alguna bolsa nuestra, y luego
vuelve sobre sus pasos, atraviesa la plaza, deja lo suyo y se acerca
a casa del viejo Juan a traerle los recados.
Esto
era antes, cuando Cristina estaba pendiente del viejo Juan y lo
asistía. Hasta este verano, que se murió de puro viejo. Cristina le
levantaba y le vestía, le sentaba en el sillón, le hacía la comida
y le acompañaba, hasta que el viejo se cansaba y volvía a la cama.
Porque el viejo Juan no tenía a nadie, su pensión era una miseria y
casi todo se iba en pagar el alquiler de la casa. Como ya no podía
caminar, se le ocurrió a Cristina gestionarle una silla de ruedas.
Hizo todos los papeles, pero había que comprarla y pagarla, para que
luego la Junta de Extremadura devolviera el dinero, presentando la
factura. Como Juan no tenía los 500 euros que cuesta la silla,
Cristina se los adelantó para poder tenerla y sacarlo a pasear.
¿Qué
pasó? Que el viejo Juan se murió y ahora la Junta ya no se hace
cargo de esa factura de la silla.
–Mi
marido me dijo que soy un poco tonta –le cuenta a mi hermana cuando
se acuerdan del viejo Juan.
–Eres
tonta, de tan buena –contesta Macarena– ¿Pero qué quieres que
te diga? Yo prefiero a las tontas más que a las listas.
–Un
día mi marido no aguanta más y me echa de casa –insiste Cristina.
Yo
las observo y la verdad es que me parecen las dos tal para cual, de
tan tontas que son.
POR
FIN ME HACÍA GRACIA
MaryMar
y adredista 0
Estoy
un poco que no estoy bien. No soy una chica vengativa, me llevo muy
bien con la gente, nunca monto broncas, pero existe Emilio, que me
disloca mucho. Yo no hago teatro, pero me lo encuentro cada poco a la
entrada del salón de actos.
Emilio
es tan simpático que no lo soporto, siempre alegre, siempre contando
chistes, el último sobre Urdangarín y su ONG, que traduce Emilio
“organización sinónimo de lucro”. Hasta ahí podíamos llegar,
que me toque a la Monarquía.
Me
puede tocar los pies, si quiere, que mira que me duelen, y me puede
tocar la lotería, pero que no me toque a la Monarquía, eso yo no lo
olvido.
Y
todavía me contó que están retirando la publicidad del discurso
del rey en Navidad. Sería otro chiste. No puedo perdonar que se ría
de las desgracias de esa pobre familia, con esas pobres infantas.
Estos cómicos es que no tienen vergüenza, no saben lo que es la
responsabilidad. Se creen que la vida es un juego y que solo hay
juerga y fútbol los fines de semana. Pues el sábado, en el teatro,
mientras Emilio estaba actuando en su papel de presidiario sobre el
escenario, convencí a mi madre para que me bajase por el ascensor a
los camerinos, con la excusa de que tenía que buscar un disfraz.
Entré en el suyo y le escondí toda su ropa de calle.
Y
cómo me reí cuando lo vi salir del teatro vestido de preso, un
preso de libro.
–¡Delincuente!
¡Delincuente! –comencé a gritarle.
Y
todas las señoras que pasaban, viéndole a él con aquella pinta y a
mí con esta, cara de buena en la silla de ruedas y a mi madre
agarrada a las manillas, me daban la razón:
–¡Delincuente!
¡Delincuente! –gritaban todas.
Por
fin sí, por fin me hacía gracia Emilio y podía reírme. Y vaya si
me he reído.
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