Sentada del 16 de agosto de 2012


MINIATURAS / XXXVIII
Iñaki
Alrededor todo es duda,
pero a mi alrededor la vida sigue
y me sigue la vida
alrededor.

El olvidado rincón
de los poemas,
rincón caliente,
rincón implicado,
alegre, feroz, amargo,
era mi rincón.

Quiero olvidar mis vicios,
quiero olvidar mis cariños,
quiero olvidar mi corazón.

No sé si piensas,
no sé si quieres,
dímelo,
si no me quieres.

Una guitarra sin cuerdas,
una guitarra sin sonido,
una guitarra olvidada
que me transformó
en puro cariño,
es una mujer,
Elisa.

La vida entra por los ojos.
Sin ojos, es otra vida,
el mundo se me agota.

Esperadme,
por si algún día vuelvo.

¿Qué color tiene
la sinceridad?
Mi palabra es clara,
escueta, respetuosa,
¿pero es sincera?

Voy despacio
y sin pausa:
ninguna emoción.


DE TAN TONTAS QUE SON
Víctor
Cristina vive al otro lado de la plaza y ahora yo la veo mucho porque siempre coincide con Macarena en el mercadillo del los jueves en la Avenida. La conozco desde hace mucho, porque cogió la costumbre de acompañar a mi hermana hasta casa y ayudarla con las bolsas cuando se cargaba mucho. Porque Cristina vive con su marido, que es conserje en el Ayuntamiento, no tienen hijos y nunca compra demasiadas cosas.
Cristina está pendiente de la carga de bolsas de mi hermana porque son amigas, pero también les echa una mano a los viejos, si los ve apurados, no le importa. Mi hermana carga las bolsas en mi silla eléctrica y así aligera peso.
Cuando las dos vuelven del mercadillo no se despiden en la plaza. Cristina nos acompaña a casa, cargada con alguna bolsa nuestra, y luego vuelve sobre sus pasos, atraviesa la plaza, deja lo suyo y se acerca a casa del viejo Juan a traerle los recados.
Esto era antes, cuando Cristina estaba pendiente del viejo Juan y lo asistía. Hasta este verano, que se murió de puro viejo. Cristina le levantaba y le vestía, le sentaba en el sillón, le hacía la comida y le acompañaba, hasta que el viejo se cansaba y volvía a la cama. Porque el viejo Juan no tenía a nadie, su pensión era una miseria y casi todo se iba en pagar el alquiler de la casa. Como ya no podía caminar, se le ocurrió a Cristina gestionarle una silla de ruedas. Hizo todos los papeles, pero había que comprarla y pagarla, para que luego la Junta de Extremadura devolviera el dinero, presentando la factura. Como Juan no tenía los 500 euros que cuesta la silla, Cristina se los adelantó para poder tenerla y sacarlo a pasear.
¿Qué pasó? Que el viejo Juan se murió y ahora la Junta ya no se hace cargo de esa factura de la silla.
Mi marido me dijo que soy un poco tonta –le cuenta a mi hermana cuando se acuerdan del viejo Juan.
Eres tonta, de tan buena –contesta Macarena– ¿Pero qué quieres que te diga? Yo prefiero a las tontas más que a las listas.
Un día mi marido no aguanta más y me echa de casa –insiste Cristina.
Yo las observo y la verdad es que me parecen las dos tal para cual, de tan tontas que son.

POR FIN ME HACÍA GRACIA
MaryMar y adredista 0
Estoy un poco que no estoy bien. No soy una chica vengativa, me llevo muy bien con la gente, nunca monto broncas, pero existe Emilio, que me disloca mucho. Yo no hago teatro, pero me lo encuentro cada poco a la entrada del salón de actos.
Emilio es tan simpático que no lo soporto, siempre alegre, siempre contando chistes, el último sobre Urdangarín y su ONG, que traduce Emilio “organización sinónimo de lucro”. Hasta ahí podíamos llegar, que me toque a la Monarquía.
Me puede tocar los pies, si quiere, que mira que me duelen, y me puede tocar la lotería, pero que no me toque a la Monarquía, eso yo no lo olvido.
Y todavía me contó que están retirando la publicidad del discurso del rey en Navidad. Sería otro chiste. No puedo perdonar que se ría de las desgracias de esa pobre familia, con esas pobres infantas. Estos cómicos es que no tienen vergüenza, no saben lo que es la responsabilidad. Se creen que la vida es un juego y que solo hay juerga y fútbol los fines de semana. Pues el sábado, en el teatro, mientras Emilio estaba actuando en su papel de presidiario sobre el escenario, convencí a mi madre para que me bajase por el ascensor a los camerinos, con la excusa de que tenía que buscar un disfraz. Entré en el suyo y le escondí toda su ropa de calle.
Y cómo me reí cuando lo vi salir del teatro vestido de preso, un preso de libro.
¡Delincuente! ¡Delincuente! –comencé a gritarle.
Y todas las señoras que pasaban, viéndole a él con aquella pinta y a mí con esta, cara de buena en la silla de ruedas y a mi madre agarrada a las manillas, me daban la razón:
¡Delincuente! ¡Delincuente! –gritaban todas.
Por fin sí, por fin me hacía gracia Emilio y podía reírme. Y vaya si me he reído.

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