Caprichos por sueños


Conchi
Yo de pequeña era una niña muy caprichosa, siempre se me antojaban cosas que no me podían dar. Cuando iba con mi madre, que llevaba a mi hermano en brazos por los tenderetes de la Puerta de Toledo, se me antojaba todo lo que veía. Por ejemplo, unos botijos de barro, unos molinillos de colores, unos cigarritos de chocolate o palotes de caramelo, anises y cosas por el estilo.
Cuando mi madre no me concedía los caprichos que me venían a la cabeza, yo me cogía una rabieta impresionante. Porque yo no comprendía que en aquellos momentos no tuviera dinero, que era lo que me decía, o no pudiera dejar a mi hermano de la mano porque se podía escapar y perderse entre los puestos. Y tiraba de los pelos a mi madre, o de la ropa o de donde podía. El caso era que me comprará algo.
Mi hermano, 18 meses mayor que yo, era más noble y tranquilo y se conformaba con todo.
Yo tendría dos o tres años, aunque no estoy segura, y era un trasto de mucho cuidado. Pero tenía buenos sentimientos, o eso pensaba yo, aunque fuera muy locatis y caprichosa.
Mi hermano Jesús, que ahora tendría 46 años de no haber muerto, se montaba detrás de mi cochecito, de pie o como podía, en un soporte de madera.
Mi madre nos llevaba a todas partes, porque mi padre estaba trabajando todo el día en la cafetería Cros como camarero, sirviendo además de en la barra, en bodas y comuniones, salón de baile, etc.
A la hora de comer, yo también era muy caprichosa. Cuando no me gustaba la comida lo tiraba todo al suelo a manotazos, y mi madre se enfadaba mucho y me pegaba en las manos para que no lo volviera a hacer. En definitiva, era la revolera de la casa.
Cuando hacía algo malo, le echaba la culpa a mi hermano, que se llevaba todos los golpes que tenían que ser para mí. Yo abusaba de las circunstancias de ir en silla de ruedas manual y mi madre no me zurraba porque me tenía lástima. Eso sí, cuando tiraba los platos con comida y todo por los suelos no me libraba de algún cachete que otro.
Un día que yo tiré un plato de lentejas al suelo mi hermano me pegó en las manos. Y mi madre le pegó a él, diciéndole que por qué le pegas a tu hermana, que para eso estaba ella, que era la madre. El caso era cascarle a mi hermano.
Cuando ya tenía 19 años, quería unas botas Kelme que anunciaban por la tele, pero mi madre no me las quiso comprar porque tenían mucho tacón. Yo entonces estaba muy delgadita y con un buen tipo. A los 25 años, por ejemplo, pesaba solo 33 kilos y me gustaba ponerme las ropas muy ajustadas –aunque siempre me moví, antes y después de esa edad, en silla de ruedas– porque me gustaba llamar la atención de los chicos. El caso es que no me compró las botas y esa todavía se la tengo guardada.
Y ya como capricho, capricho, pero capricho bien gordo, algo que está a mi alcance, es que me encantaría tener una moto para ir a todas partes y a toda pastilla, y con todo el equipo reglamentario de trajes, cascos y demás... Este es uno de los sueños más deseados de mi vida.

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