El chupapelotas


Rafa
Tocaba la campana a las ocho en la obra y Joaquín comenzaba su jornada de no hacer nada. Eso sí, hablaba y hablaba estorbando a todo el mundo, no sabía callarse.
Joaquín era peón, el peor peón de la obra, estaba asignado a la cuadrilla de albañiles que hacían fachada a destajo, y con ladrillo cara vista. La tarea de Joaquín en la cuadrilla, o sea, lo que nadie le ordenaba, era impedir que el trabajo transcurriera con normalidad. Tenía a su cargo la hormigonera en la que tenía que hacer la masa para subirla a la planta donde trabajaba la cuadrilla. O sea, tenía que comenzar el primero a trabajar para que los demás tuviesen tajo.
Pero Joaquín lo sabía y por eso aprovechaba cada mañana para ajustar las cuentas pendientes. Llegaba a la obra cabreado con todo cristo, sobre todo si había prisa.
¿Qué tal viene Joaquín? –preguntaban los albañiles.
Chungo –contestaba un ayudante, más pendiente a esta hora del trabajo de los peones que de los andamios, por la cuenta que les tenía a todos.
Si no echaban una mano los ayudantes, podía pasar media mañana hasta que estaba preparada la primera hormigonera con la masa. A Joaquín lo mismo le cabreaba madrugar que quemarse con el trago de cazalla con el que se desayunaba, pero lo que peor llevaba en realidad era ser peón y tener que trabajar para los del destajo. Se llevaba sus perras, pero todo le parecía poco.
¿Por qué no te llevas a Joaquín con los encofradores? –pedían los albañiles al encargado.
Porque ya le han echado de allí –contestaba el encargado, muy informado.
Con todo, nadie protestaba demasiado, salvo Joaquín, porque todos sabían que la alternativa para él era el paro, y eso tampoco lo querían los compañeros.
Y a la mañana siguiente, Joaquín volvía al tajo con idéntico humor y el trabajo volvía a retrasarse.
Pero qué chupapelotas eres, Joaquín –le decía el albañil.
¡Y para qué quieres más!

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