Laura
María
nunca dudó del comportamiento de sus hijos, todos recibieron una
educación apropiada a su edad. César, el mediano de los hermanos,
le creaba algo de inseguridad por su comportamiento; a sus diez años
era demasiado tranquilo, dando la sensación de quedarse dormido en
cualquier sitio, y a veces era verdad.
Con
su numerosa familia de siete hijos, María tenía que controlar el
comportamiento de todos sin la ayuda de nadie, su marido había
fallecido.
Ella
hacía de padre y madre. Era una madre muy cariñosa, pero eso no le
impedía ser dura y recta en la educación de los chicos. No tenía
preferencia por ninguno de ellos en especial, a todos los quería con
el mismo amor de madre, un amor que se reflejaba en la alegría de
vivir de toda la familia.
En
cierta ocasión su madre le mandó a César a comprar una barra de
pan para la comida de toda la familia. A la salida de la panadería
se sentó en un banco de la calle para disfrutar del sol. Y con el
calorcillo se quedó dormido.
Un
perro callejero, que debía de tener hambre, olió el pan y no dudó
en darle un mordisco. En ese instante César se despertó asustado y
corrió detrás del perro y del pan. Al perro se le cayó de la boca
toda la barra, menos uno de los picos.
César
recogió su barra del suelo un poco manchada de tierra, la limpió
como pudo y pensó qué mentira creíble le diría a su madre.
Llegó
a casa muy nervioso y le contó que venía corriendo, se tropezó y
se cayó; que el trocito de pan que faltaba estaba totalmente
embarrado y por eso no lo recogió.
Su
madre, desconfiada, no le creyó, porque sabía muy bien que César
era muy tranquilo y no corría nunca, y porque mirando a su hijo veía
que no estaba manchado de barro.
–¿Cómo
es posible que tú estés limpio y el pan no? –Le preguntó al fin.
Y
César terminó contando la verdad. Sin embargo su madre, que
sospechaba de su hijo, no se podía creer tamaña fábula. Ella
estaba segura de que el trocito de pan no se lo podía haber comido
un perro.
Ese
día César fue castigado a comer sin pan.
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