Un espacio para soñar


Conchi
Me gustaría vivir en Galicia porque hay muchas montañas. Es un paisaje precioso donde crece la hierba y en cuyas cuestas la silla de ruedas eléctrica se va deslizando sin ni siquiera estar conectada.
Pero aquel día la silla se iba porque tampoco tenía muy bien la batería, que había que cargarla con urgencia, porque se paraba. Me acuerdo que estábamos de vacaciones en el Miño y mi madre tuvo que empujar la silla cuesta abajo. Y unas personas que iban en la expedición le echaron una mano, que si no.
Yo lo que quiero en realidad es tener una casa inteligente, en Galicia o donde sea. Una casa en la que se enciendan las luces cuando yo entre en la habitación, donde se abran las puertas con dar al mando electrónico, donde con sólo decir “pis” venga un robot, me coja en brazos y me ponga en la taza del váter. Y ese mismo robot me preguntará cada día qué es lo que quiero comer, lo preparará y me lo partirá para que yo pueda comerlo sin problemas.
La casa tendría que tener piscina climatizada con unas grúas para que me metiesen en el agua. Pero pobre de mí si la grúa se estropea, porque me tendría que coger el robot en brazos y con lo que peso últimamente, pobrecito de él, le compadezco.
Me acuerdo cuando con 12 años me tiró Pascual en el colegio, que llegué a casa echando sangre como un cochino porque di con las narices en el suelo: me las había partido. Mi madre, tranquila, pausada, me llevó a urgencias y se sentó en la silla esperando que saliera de aquel matadero. Cuando acabaron conmigo yo gritaba y seguía quejándome porque me dolía mucho. Yo no podía aguantar el dolor y mi madre seguía tan tranquila, como si nada.
Eso me cabreó todavía más y empecé a aullar como una loba. Cuanto más trataba mi madre de calmarme más aullaba yo. Me dolía tanto a mí la nariz que no entendía cómo mi madre estaba tan tranquila. Llegué a pensar que se había tomado un calmante porque estaba como nunca de relajada, como si no me hubiera pasado nada.
En realidad, el calmante me lo habían dado a mí, pero todavía no me había hecho efecto y yo seguía gritando como una posesa: “Que me duele mucho, esto no hay quién lo aguante”. Y mi madre ahí, tan fresca.
Yo me volvía loca del dolor y ella ahí, tan placenteramente sentada en una silla verde. Fue cuando decidí que necesitaba un robot para que me asistiese.

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