Víctor
Las
barbacoas de mi primo son una barbaridad. Y digo barbaridad con toda
la intención, porque más que de colegas adolescentes parecen cosa
de godos, que no pueden estar lejos de Algüera –es más, yo creo
que no se fueron nunca.
Mi
primo se llama Kiki, como su padre, y con su peña de colegas se
vienen a la cochera y se montan la fiestorra. Unos se traen la
panceta, de ibérico, por supuesto, que estamos cerca de la sierra y
los cerdos nos comen las zanahorias en las huertas, otros se traen
las salchichas, otros la morcilla, otros el chorizo, la pluma o los
secretos, o sea que cada vez que se reúne la mara cae un cerdo
entero, pero a la brasa, que tiene menos colesterol del malo. Y, para
mojarlo, la pepsicola, que somos familia de pepsi más que de coca.
Mi
primo me jura que son fiestas sin alcohol, aunque yo no puedo
certificarlo, pues todos los asistentes que he podido consultar,
incluido mi sobrino Víctor, se hacen el loco cuando insisto sobre
este punto. De ser cierto que no beben más que pepsi, habría que
concluir la investigación afirmando que su alegría etílica brota
de otra fuente que el vino, y no tienen más que la panceta, pues lo
que más se parece a un excitante a su alcance es la grasa.
El
caso es que comienzan a reírse y a cantar cuando encienden el fuego
y no han parado de hacerlo hasta que lo apagan, después de devorar
semejante provisión de viandas. Ves a mi primo solo, por la calle, o
a cualquiera de sus amigos, y no dirías que son tipos capaces de
reírse durante ocho horas seguidas, ni de reírse ni de comer ni de
cantar, ni de beber pepsi.
Pero
eso es lo que hacen todos los viernes del año, más algunas fiestas
de guardar como la Nochevieja y así.
¿De
quién heredaron este desenfreno? ¿Dónde esconden tanta energía
metabólica esos cuerpos enclenques? Los ves disfrutar y no puedes
menos que recordar pelis de los hunos, con sus comilonas después de
las batallas.
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