Ramón
Recuerdo especialmente un día que ensayábamos algo de El Mesías, de Händel, supongo que el “Aleluya”. Nosotros, o sea, Gabriel y yo y dos más, hacíamos el bajo. Aunque depende de las partituras, la voz baja suele ser la más fácil, o por lo menos la que menos se oye si te equivocas. En cambio, las voces altas son las que arriesgan de verdad, a las que se oye más, lo mismo si lo hacen bien que si lo hacen mal.
¿Qué ocurría? Que como tiple cantaban mujeres y que estábamos ensayando y que de momento la cosa no fluía. Los bajos teníamos que seguir a las voces altas y, cuando la cosa no iba bien, nos perdíamos. Y ya más en concreto, Gabriel comenzaba a regodearse:
–La cantinera viene hoy pasada de chinchón.
La cogía con una y no paraba hasta que conseguía sacarla de sus casillas, sobre todo si esa una era
El ensayo terminó media hora antes de lo previsto:
–Patán, descerebrado, machista, cantimpalos –gritaban las compañeras de
–Yo no me equivoco –Gabriel no se callaba–, yo traigo la partitura leída y estudiada. Y aquí huelo a anís.
Era un recalcitrante hijo de porqueros, de Carbonero, disfrutaba con estas escenas, si no era por una cosa era por otra.
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