Ramón

Un día que la poli había cortado
Pero cuando se fue, yo no lo echaba de menos por un centímetro de más o de menos, sino porque sin él las tardes eran siempre mucho más largas. Después de un mes largo, yo creí que ya se habría matado y bebía en su memoria.
Cuando volvió de San Petersburgo, estábamos los de la cuadrilla amustiados una de esas tardes que se hacían tan largas, cuando de pronto le vimos aparecer en la puerta. Estábamos en el bar de siempre, agarrados con desesperación al chato. Pues si su sonrisa era de oreja a oreja nada más vernos, la nuestra fue directamente una carcajada: le acompañaba una tía que, por el fenotipo, no podía ser menos que leningradense.
Y nos bebimos de un trago el chato y pedimos otra ronda para compartir con los recién llegados.
El pedo de aquella tarde fue brutal. Avelino contaba y no paraba de su viaje. Había cogido en autostop a todas las chicas que se lo habían pedido y ya con eso tenía calibradas a las mujeres de todas las patrias de Europa, de Francia a Lituania, con luxemburguesas, alemanas, checas y polacas incluidas.
–Una sabiduría me he hecho –nos explicaba después de cinco chatos– A las francesas todos las conocéis, muy funcionales. Las checas son más tiernas, sin embargo, más inseguras. De las alemanas no digo nada, un hambre insaciable. Las polacas, como las de Segovia, más pendientes del cura que del milagro. Y las lituanas, un poco primitivas. No hay como las rusas para descubrir el calor humano, tú.
La rusa no entendía ni papa, pero se reía con nosotros. Fue una buena tarde para la ampliación de perspectivas de la cuadrilla.
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