¡Lo que no enseña un camión!


Ramón
Un mes ya era casi demasiado para los que se tuvieron que ir, pero su ausencia se estaba haciendo insoportable para los que nos habíamos quedado. Hablo de cuando se fue Avelino, que también se dedicaba al transporte como yo, en un viaje a San Petersburgo con cerámicas.
Su ausencia se notaba sobre todo por las tardes, cuando la cuadrilla nos íbamos a tomar vinos los días libres. Avelino había nacido para payaso, pero se hizo camionero. La escena mundial perdió una estrella y mi cuadrilla ganó muchas tardes de gloria. Él era único para sacarle punta a la vida.
Un día que la poli había cortado la Calle Real y no podíamos pasar hasta el bar que nos abrevaba habitualmente, nos metimos a la izquierda, por las callejas de la Judería, con la intención de burlar el control. Pero Avelino tropezó con una mujer que, según él, le había hecho un hombre y en su bar nos aparcamos durante toda la tarde, la cuadrilla rodeada como nunca de amigos de esta mujer que hablaban y no paraban de Avelino y sus atributos.
Pero cuando se fue, yo no lo echaba de menos por un centímetro de más o de menos, sino porque sin él las tardes eran siempre mucho más largas. Después de un mes largo, yo creí que ya se habría matado y bebía en su memoria.
Cuando volvió de San Petersburgo, estábamos los de la cuadrilla amustiados una de esas tardes que se hacían tan largas, cuando de pronto le vimos aparecer en la puerta. Estábamos en el bar de siempre, agarrados con desesperación al chato. Pues si su sonrisa era de oreja a oreja nada más vernos, la nuestra fue directamente una carcajada: le acompañaba una tía que, por el fenotipo, no podía ser menos que leningradense.
Y nos bebimos de un trago el chato y pedimos otra ronda para compartir con los recién llegados.
El pedo de aquella tarde fue brutal. Avelino contaba y no paraba de su viaje. Había cogido en autostop a todas las chicas que se lo habían pedido y ya con eso tenía calibradas a las mujeres de todas las patrias de Europa, de Francia a Lituania, con luxemburguesas, alemanas, checas y polacas incluidas.
–Una sabiduría me he hecho –nos explicaba después de cinco chatos– A las francesas todos las conocéis, muy funcionales. Las checas son más tiernas, sin embargo, más inseguras. De las alemanas no digo nada, un hambre insaciable. Las polacas, como las de Segovia, más pendientes del cura que del milagro. Y las lituanas, un poco primitivas. No hay como las rusas para descubrir el calor humano, tú.
La rusa no entendía ni papa, pero se reía con nosotros. Fue una buena tarde para la ampliación de perspectivas de la cuadrilla.

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