Dientes fuera


Peva
Durante esta vidorra que me ha tocado en suerte he tenido que enseñar los dientes más de una vez para sobrevivir. Porque esto es muy duro, es un hecho, te atacan desde todos los flancos.
Hay momentos en que no te quedan más ovarios que enseñar todo lo que tienes. Me refiero especialmente, no seáis unos salidos, a ese mar de marfil que nos adorna la boca y que nos sirve para ofrecer una gran sonrisa, a veces porque sí, porque estamos contentos o generosos, pero a veces porque nos acordamos de las hienas, que es otra manera de sonreír.
Esto de la sonrisa de las hienas es así porque los animalitos tienen unos dientes la mar de monos, grandes, blancos y sin caries. Lo de la caries no lo tengo comprobado por mí misma, pero lo deduzco porque, si la sufrieran, tendrían que cambiar la dieta, y no se ha visto jamás a una hiena comiendo lechuga o berros.
Mis dientes son algo más pequeños que los de estos sonrientes animales, pero no por ello menos eficaces. Aunque también los usemos a veces para acariciar, no nos conviene olvidar su origen. Y aprovechar la ocasión, cada cierto tiempo, de enseñarlos, así, en plan hiena, que para eso están. ¿Por qué, si no, las hienas infunden tanto respeto?
Aquí, en esta casa, no faltan las ocasiones para hacerte respetar, o sea, todas esas en que los demás te pierden el respeto que te mereces. Hasta te conviene, cuando te provocan, morder a alguno en la yugular. ¡Ay, qué placer atacar a ciertos individuos! Yo les mordería hasta dejarlos sin sangre en las venas, hasta que desfallecieran por falta de su rojo fluido. Lo malo es que corres el riesgo de morir envenenada porque esa sangre, aparte de tener más espesor de lo normal, está revuelta con su buena dosis de mala leche.
Por desgracia suele haber muchos asquerosos en nuestra jodida vida. Es inevitable, y más en un centro como este, el CAMF. Vivimos aquí demasiadas personas, cada una de su madre y de su padre. A mí, por ejemplo, mi compañera de mesa me suele decir que soy muy escrupulosa. Y puede que sea cierto, pero el caso es que yo vengo de una familia educada, ¡soy de buena cuna! En mi casa se comía poco, pero se comía bien. Cuando nuestra madre traía la sopera a la mesa, ni mis hermanas ni yo nos tirábamos en plancha dentro.
Yo me he convertido con los años en una especie de conejo de la suerte, me han salido dientes por todas partes. Pero hay una diferencia entre el conejo y yo: al conejo los grandes dientes le salen de comer zanahorias, pero a mí me han crecido de beber sangre y mala leche, vamos, que lo mío son colmillos.
Además, el conejo que nos ocupa es un tanto especial, pues no es otra cosa que un personaje de éxito, la invención de un humano muy imaginativo. Lo mío en cambio es real, muy real: de tanto enseñar los dientes me he convertido en una vampira, pero a mí todavía no me ha descubierto ningún director de cine. O sí, vete a saber.

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