Rosa

Agotaron su imaginación para inventar ofertas ocurrentes y tentadoras, dos por uno, tres por uno, tres por dos, cuatro por media, y, cuando ambos negocios transitaban en el límite de las pérdidas, los dos comenzaron a admirar su mutua sangre fría. Y ella, Claudia, comenzó a ver reflejos alegres y excitantes en la calva del rival, y él, Vicente, ya no miraba su lengua de víbora sino sus labios, carnosos como el muslo de los pollos y tan bien perfilados como el filo de su machete, sobre todo al comenzar la mañana.
¿Por qué no prosperó este romance tan esperanzador? ¿Por qué no se firmó el pacto de familias, un merecido tratado de paz y reposo después de guerra tan prolongada? No fue la calva de él. No fue la edad y la sazón de ella. Fue el miedo de los dos, su mala cabeza.
De pronto, cuando todo estaba acordado y se abandonaban las trincheras, a los dos les atacó el pánico que produce el éxito y la felicidad de la riqueza. Ninguno de los dos se podía creer, después de tantos años de feroz competencia de mercado, que el precio del pollo fuera a depender de su exclusiva voluntad, y que los beneficios podrían alcanzar cifras astronómicas.
Ocurrió que, en la intimidad, uno al otro se confesaron sus miedos y comprendieron espantados que estaban al borde del abismo: su plan de monopolio del pollo era satánico, excedía sus voluntades de tenderos.
Y no hubo matrimonio ni alianza. Y la guerra continúa, aunque menos virulenta: para que luego digan que hablando se entiende la gente. Si se hubiesen callado...
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