Miedo


Peva
Las personas vivimos llenas de insatisfacciones. Durante toda la vida nos acompaña esa sensación tan familiar de carecer de algo, y más desde que nos bombardean con publicidad como si nuestra casa fuese una aldea afgana. Sentimos que algo nos falta, o alguien, y así nos joden hasta los mejores momentos de la vida. Y terminaremos muriéndonos sin encontrarlo.
O sea, que nos pasamos la vida con este desasosiego que te cagas, porque casi nunca se consigue nada de lo que se busca, no ya en las tiendas, tampoco en la vida diaria de las emociones. Nos prometen llegar a todas partes en vuelos a bajo coste o en cruceros de saldo, y así calmar esta especie de vacío que nos corroe las entrañas.
Y el caso es que todo el mundo vuela o navega –los que pueden, claro– a los lugares más insospechados, pero vuelven igual de desasosegados de la pobreza de los demás, aquellos que visitan países exóticos desde su despilfarro.
Ya digo, no es mi caso, pero vivo igual de insatisfecha que los que viajan. El caso es que yo navego de otra manera, pero movida por la misma insatisfacción. No es la nuestra la época de Colón o Magallanes y tantos, pero lo que es navegar, ahora todo el mundo navegamos. No nos hace falta más que una pantallita para irnos a tomar por culo.
Eso sí, con la inestimable ayuda de un ratoncito, que yo llamo Mickey. Por cierto, mi ratoncito nunca fue un insatisfecho, se le ve feliz, aunque es un poco alocado. Es lo que tiene ser Mickey y ser mi fantasía, que yo no hago una fantasía de animal para ser una cosa amargada, perdería toda su magia y sería insoportable. Un animal de compañía amargado sería lo peor para personas como yo, no tan joven como mi Mickey y llena de miedos.
Porque en mi vida hubo siempre muchos miedos. Con el tiempo he aprendido a vivir con ellos. He conseguido identificar sus fuentes, disculpar su existencia, hacer que jueguen conmigo en terreno favorable y, cómo no, tomármelos como una broma de la vida.
El síndrome del miedo me ha atacado durante todos los días de mi vida, vivo en un cuerpo que no se fabricó para hacer heroicidades. Pero el caso es que con el tiempo he ido perdiendo bastantes reflejos en lo que es mi quehacer cotidiano y ya no soy esa chica de ayer.
No es que antes me comiera el mundo –si sé tanto de insatisfacciones es porque nunca conseguía todo lo que me proponía–, pero ahora nunca paso ya de comerme ni la mitad, y gracias. Y no tardará en llegar el día en que el mundo me devore a mí, ¡cosas de la vida!
Pero a eso no le tengo miedo, al final del camino. Lo que me da pavor son estos últimos tramos, en los que no hago más que tropezar y romperme los huesos.
Eso sí, lo del miedo al ridículo me acompaña desde mi más remota infancia. Recuerdo que por entonces ya miraba a los otros niños correr y veía en ellos algo que, por más que me miraba y remiraba, yo no tenía. No tenía sus piernas entonces y no las tengo ahora.
Mi miedo al ridículo ahora ha cambiado un poco y se concreta más en no dejar traslucir mis insatisfacciones, en que no se note mucho todo lo que echo de menos. Por eso que navego tanto y leo tanto, para vivir en las vidas de otros lo que yo no tengo.

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