Obispo Perelló

Rosa y adredista 0
La librería de mi madre se llamaba César y estaba en la C/ Virgen del Sagrario, muy cerca del colegio Obispo Perelló. Por allí pasaban cada día los muchachos más guapos del barrio, decenas y decenas de adolescentes alegres y ruidosos, deportistas amantes del riesgo. Yo también era joven, pero mi silla de ruedas me protegía de las ternuras de estos muchachos. Había otra barrera, sin embargo, que me alejaba más de ellos, y no era el mostrador. Yo había estado enamorada un vez y, aunque fue por mi causa que rompimos, aquel amor y aquel muchacho me habían entristecido tanto que estaba asustada. Era un sentimiento que me había agotado, no había podido controlarlo, me destruía, me anulaba. Todavía hoy me acuerdo de nuestros paseos y de sus caricias y siento escalofríos. Uno de los críos del Perelló, sin embargo, comenzó a pasarse a diario por la librería y me contaba lo que ocurría en su colegio, que hacían asambleas criticando a Franco, que hacían huelgas de exámenes, que veían películas de Rosellini y de la Revolución de Octubre, que se pegaban con la policía, las cosas habituales de los estudiantes de aquel tiempo. Yo no le hacía mucho caso, casi ni lo miraba, pero hoy podría dibujarlo, así de vivo es mi recuerdo. Era alto y moreno, sus músculos parecían muelles y sus movimientos de gato, la cara picada de viruelas con una expresión muy inteligente, los ojos inquietos como ratones. Me acostumbré a sus visitas, jamás fallaba. Se pasaba por la tienda incluso los sábados que no tenía clase. Yo, la verdad, nunca le hice mucho caso, pero pasado un tiempo supe que no era el olor de la tinta lo que lo traía hasta la tienda, sino yo. No sé por qué me daría cuenta, porque yo no buscaba a los chicos, no quería saber nada de amor, me negaba a caer otra vez en semejantes turbulencias. Él crío, por supuesto, jamás me dijo nada, nunca se insinuó siquiera. Aparecía por allí, hablábamos y se iba, sólo eso cada día. Cuando dejó de ir ni siquiera lo eché de menos, ni siquiera había aprendido su nombre. Pasados unos meses, vi su foto en el periódico una mañana: Carlos García había sido detenido, era un terrorista. Entonces aprendí su nombre, pues se había convertido en el enemigo público número uno. No supe más de Carlos hasta dieciséis años más tarde. Volvía a estar en los periódicos porque había cumplido su condena y salía en libertad. Le preguntaba el periodista por los años de encierro y no se quejaba: “He aprendido mucho –decía–, he aprendido a no necesitar de patria, por ejemplo. Sólo he echado de menos allí dentro mis charlas con la librera de la calle Virgen del Sagrario, Rosa”. Mojé aquel periódico con mis lágrimas.

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