Rocío

Rosa
Conozco a Rosalía desde hace cuatro años. La veo caminar con su bastón, derecha y vacilante como los rayos de luz, y me da envidia. Atraviesa la residencia con esa dignidad tan suya, entre agua y roca, y se me van los ojos tras sus pasos, tan pacientes. Se va de entre nosotros por la tarde, después de comer, a su casa, y ya no vuelve hasta mañana. Ella vivía muy tranquila en esa casa, sola, pero durante este último año ha invadido su territorio una sobrina veinteañera, un poco depresiva y un poco vivalavirgen, y ahora a Rosalía le está tocando hacer de hermana mayor de la sobrina, o sea, aguantar su mal humor y sus broncas y además consolarla. Pero sobre todo hace de madre, o sea, mete en vereda a la criatura y que no se desmadre. Pero Rosalía es fuerte, la vida nunca se lo ha puesto fácil. Ya ha conseguido que su sobrina encuentre trabajo en plena crisis, que se active y no ocupe el sillón del salón a todas horas. O que lo comparta al menos algún rato. Pero sobre todo su sobrina la ayuda con los rincones de la vida y la casa, la compra por ejemplo, que Rosalía y su bastón ya no están para cargar más bolsas. Pues bien, Rocío, que así se llama su sobrina, ya no sabe vivir sin Rosalía. Y yo mucho me temo que a Rosalía le pase lo mismo, a ella, a mi heroína entre agua y roca, a mi consuelo durante estos días de mi decadencia.

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