A ciegas

Rosa y adredista 0
La noche era tan nublosa y tan negra que tropezabas al andar por la calle. El ruido más insignificante se alargaba muchísimo y no podías distinguir entre las pisadas de un perro o de una rata.
Nunca se había imaginado Soraya que ella fuera a arrepentirse alguna vez por salir de noche a encontrarse con sus amigos, pero ahora mismo estaba haciéndolo. No había sido una buena idea salir a dar una vuelta. Pero es que Soraya se aburre encerrada en casa, es demasiado joven todavía para amar la soledad.
Al pisar la calle y dar unos pasos había perdido todas las referencias, las aceras, las esquinas. Y las farolas, que se había ido la luz. No veía, los sonidos eran confusos y, salvo el suelo que pisaba, que era de tierra y ello significa que caminaba por el centro de la calle, o eso creía ella, salvo el suelo todo había desaparecido en la oscuridad.
Soraya quería dirigirse hacia la plaza, donde la esperarían los chicos, pero no estaba segura de haber seguido el buen camino. Un sonido muy extraño la había sobrecogido al poco de salir y el susto la alteró tanto que se desorientó, eligiendo probablemente el camino equivocado.
La calle la llevaba directamente hacia el cementerio viejo, hace años abandonado y en ruinas. Pero no podía imaginar que ya estaba entre las tumbas, entre los abrojos que crecían por los paseos.
De pronto pisó algo más blando y viscoso que la tierra del camino. No supo identificarlo y la sorpresa le produjo un escalofrío tan enorme que lo oyó silbar. Tampoco podía imaginar su tamaño, no quería imaginárselo, pues sólo se le ocurría que tendría que ser grandísimo. Por la resistencia que ofreció a sus livianas sandalias, el ente parecía de un organismo vivo. Cuando alcanzó esta conclusión entró en pánico, o sea, quedó paralizada.
Pero lo peor no había llegado aún. Sintió de pronto que algo rozaba sus piernas, sus tobillos, como una piel húmeda y fría. Su reacción fue inmediata. Quiso huir y dio un brinco a ciegas que la hizo tropezar.
Cuando creía que se había roto todos los dientes contra el suelo, sintió de pronto en su cara la misma viscosidad húmeda y fría que había rozado sus pies y la había hecho saltar.
Unas vecinas la encontraron a la mañana siguiente, desmayada aún, ente las tumbas del viejo cementerio. Una inofensiva serpiente de agua de tamaño respetable yacía muerta bajo su cabeza. Soraya, en su caída, había salvado los dientes al golpear con su boca contra la culebra, a la que había roto la columna vertebral.

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