Los cansinos

Rafa
El hijo de doña Rosa, también de nombre Rosalío, o Chalío, como le decíamos, no era tan paciente como su padre. Muy pronto, mis amigos y yo le colmábamos la "pacencia", que decía él, pues mientras uno tiraba al campo, el otro se iba al río, y así no podía cuidarnos con tranquilidad. Conmigo era menor su preocupación, pues el raquitismo con el que nací me restó agilidad durante toda la niñez.
En el Esgueva no corríamos peligro porque el agua no llega a las rodillas. Pero el Pisuerga era otra cosa, y más, cuando llueve en la parte de la montaña de Palencia, y la crecida pasa por Valladolid.
Mis amigos y yo nos reíamos del Chalío, por su forma peculiar de hablar, y de coñazo no lo bajábamos cuando tocaba calificarlo. Su padre tenía más paciencia con nosotros, o eso nos parecía, aunque la verdad es que a él no podíamos faltarle al respeto.
Chalío sí se las veía negras con nosotros. Seguramente, para él, los coñazos éramos nosotros, pero sólo le alcanzaba el hartazgo para decirnos que lo hacíamos "amuinarse" y "desatinar".
Para advertirnos de los peligros del río, y mantenernos a raya, decía que tuviéramos cuidado, que si subía un pez del Duero con cuatro narices y patas de cocodrilo, nos podía morder, y que esos no soltaban a su presa hasta que se oyera con claridad en la vega el rebuzno de un burro prieto. Un panorama muy cansino pintaba, pues a los carboneros del Pinar de Antequera y otros alrededores de Valladolid, ninguno de los burros que les conocíamos era pardo siquiera.

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