La abuela

Laura y adredista 1
El día amanece nublado, es temprano y está a punto de salir el sol. El pequeño pueblo comienza a despertarse. Las gallinas ya cacarean en el gallinero. Un hombre callejea y su perro, fiel compañero que no le deja ni a sol ni a la sombra, le sigue sus pasos. Por encima de los tejados de piedra pizarra las chimeneas comienzas a echar bocanadas de humo.
En la cocina Felisa, a sus setenta y tantos años, sigue como siempre siendo el motor de su familia numerosa. Es la primera que se levanta. Enciende la lumbre para que la casa se caliente y prepara el desayuno para todos. Mientras la lumbre chisporrotea y coge calor, barre la cocina con una escobilla rústica, prepara la mesa grande y alargada, cubierta con un mantel enorme, y coloca sobre ella los tazones y cubiertos propios del desayuno.
Su hijo Juan ya está cuidando las vacas de leche en el corral y María, su esposa, despierta y asea a los niños que se levantan a regañadientes y van llegando por cuentagotas a la cocina, donde Felisa tiene dispuesto el desayuno. Todos los días repiten el mismo ritual, llegan con gestos perezosos y quitándose las legañas y le dan un beso muy cariñoso a la abuela a pesar de estar semidormidos. Poco a poco se van despertando a medida que van comiendo y peleándose unos con otros, como buenos hermanos que son.
Felisa nunca se cansa de atender a su larga familia. Siempre está pendiente de todos, día y noche. Es la última que se va a la cama después de recoger y limpiar toda la casa. Siempre está alegre y con su alegría contamina a todos. Ha entregado toda su vida al servicio de los suyos, como es normal en una madre, la madre más generosa del mundo.

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