Sentada del 31 de marzo de 2011

EL ACENTO
Rafa
Jesús Calahorro Domínguez, un andaluz de Jerez de la Frontera, al que hace que no veo unos veintitrés años, era el mediano de tres hermanos que estaban de internos en el colegio El Salvador, de Valladolid. Jesús era compañero mío.
Él y sus hermanos estaban internos y venían de una residencia militar de Cádiz. Jesús estaba en El Salvador desde que empezó la primaria y tanto él como sus hermanos se iban a Jerez en las vacaciones de verano y en las Navidades.
Jesús estuvo de delegado de curso en segundo de bachillerato y nunca perdió el acento andaluz. El me llamaba Cano, como todo el mundo, pero yo le llamaba por su nombre.
Era un tío de lo más majete. Y su tierra, para mí, era algo tan lejano como la raya del fin del mundo, un poco como lo sigue siendo ahora. Pero nunca hablaba del tema con él, mi amigo no echaba de menos Jerez. Si no hubiera tenido ese acento tan marcado, hubiera pasado como otro castellano cualquiera.
Extraño, ese sí, nos resultaba el acento del director, el padre Bernés, que había llegado de Francia después de la Guerra Civil.


LA ABUELA
Laura y adredista 1
El día amanece nublado, es temprano y está a punto de salir el sol. El pequeño pueblo comienza a despertarse. Las gallinas ya cacarean en el gallinero. Un hombre callejea y su perro, fiel compañero que no le deja ni a sol ni a la sombra, le sigue sus pasos. Por encima de los tejados de piedra pizarra las chimeneas comienzas a echar bocanadas de humo.
En la cocina Felisa, a sus setenta y tantos años, sigue como siempre siendo el motor de su familia numerosa. Es la primera que se levanta. Enciende la lumbre para que la casa se caliente y prepara el desayuno para todos. Mientras la lumbre chisporrotea y coge calor, barre la cocina con una escobilla rústica, prepara la mesa grande y alargada, cubierta con un mantel enorme, y coloca sobre ella los tazones y cubiertos propios del desayuno.
Su hijo Juan ya está cuidando las vacas de leche en el corral y María, su esposa, despierta y asea a los niños que se levantan a regañadientes y van llegando por cuentagotas a la cocina, donde Felisa tiene dispuesto el desayuno. Todos los días repiten el mismo ritual, llegan con gestos perezosos y quitándose las legañas y le dan un beso muy cariñoso a la abuela a pesar de estar semidormidos. Poco a poco se van despertando a medida que van comiendo y peleándose unos con otros, como buenos hermanos que son.
Felisa nunca se cansa de atender a su larga familia. Siempre está pendiente de todos, día y noche. Es la última que se va a la cama después de recoger y limpiar toda la casa. Siempre está alegre y con su alegría contamina a todos. Ha entregado toda su vida al servicio de los suyos, como es normal en una madre, la madre más generosa del mundo.


ROSARIO
Victor y adredista 0
Rosario es algo mayor que Macarena y por eso mi hermana le tiene mucha fe y mucho respeto. Iban a la escuela juntas y son amigas desde siempre. Sus hijos también van juntos al instituto, tienen la misma edad. Rosario está casada con un conductor de autobuses urbanos, Antonio, que trabaja en Badajoz. Entre que tiene turnos, que va y viene, que le gusta el bar y ver el fútbol con los amigos, Antonio no está nunca en casa. Es de lo que más se queja Rosario cuando habla con mi hermana.
–Qué suerte tienes, hija, a ti el marido nunca te hace feos –comenta Rosario cuando está muy cabreada con Antonio.
–A mí no me hace nada, ya te vale –le contesta mi hermana, para bajar la tensión de la amiga, que Macarena nunca se ha emparejado y vive más sola que las liebres en enero.
Cuando Rosario no viene por casa, mi hermana y yo vamos a verla algunas tardes.
–Ay, qué cabeza tengo –nos recibe ella–, se me olvidó lavar el uniforme de Antonio y mañana no tiene ropa limpia.
–Qué se la lave él, le tienes muy mal acostumbrado –contesta mi hermana.
–Sí, ya, pero es que tengo muy mala memoria.
A Rosario se le olvidan demasiadas cosas. La última, comprar los reyes a su hijo. Se lo dijo a mi hermana y entre las dos acordaron repartir los reyes de mi sobrino entre los dos críos, que le habían traído demasiadas cosas.
–Tienes que cuidarte eso de la mala memoria –aconsejó por fin mi hermana.
Y Rosario se explica:
–Si es que tengo demasiadas preocupaciones, en la residencia hago de todo –ella trabaja en una resi del pueblo con viejos–, llevo la casa, me encargo del niño, tengo que vigilar al marido, que nunca está salvo para dormir y darme guerra, siempre tengo la cabeza en otra parte.
En fin, que cuando volvamos a verla mañana se le habrá olvidado, a lo mejor, buscar a su marido. Y tendrá toda la cabeza para ocuparse de sí misma, o sea, de sus cosas, y no de los caprichos del zángano.

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