Celos

Peva
Antes de enamorarme salía con un grupo de amigos y me lo montaba a las mil maravillas. Era una persona con la que se podía contar para todo. Hasta hacía de canguro para que mis amigas pudieran echar una canita al aire.
Ocurrió una noche que, como tantas noches (¡si lo llego a saber me quedo en casa!), la vasca y yo quedamos en un pub donde íbamos mucho.
Tenía que ser él, un tipo al cual le faltaba la faca para ser un correcaminos, y con un pelazo negro como una noche sin luna.
Y allí me quedé yo entrelazada en su melena negra, lo mismo que una gilipollas, dando vueltas a su alrededor. Bailábamos los dos como locos, que parecíamos los caballitos de la feria.
Hasta que por el horizonte el sol salió y él, muy amable, separó de su cuerpo mis brazos y me quedé bailando sola.
Y los celos hicieron presa en mí, ya no era yo. Me han cambiado tanto que mi vida ha sido un puro tormento desde aquella noche.
Así fue como aprendí que las noches de verano son muy traicioneras. Aunque son tan bonitas cuando unos brazos ciñen tu cuerpo por la cintura que te hacen olvidar el peligro.
Ahora, en cada amanecer tengo que repetirme que aquel gilipollas ha destrozado mi vida, si es que quiero librarme de él. O sea, de su recuerdo y de los celos.

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